Mia y Mario se encontraron en un restaurante elegante, el murmullo de los comensales se mezclaba con el tintinear de las copas.
Ella llevaba un vestido sencillo, pero sus ojos ardían de rabia contenida.
Mario la miró con seriedad, esa que reservaba solo para los momentos en que sabía que la verdad podía doler.
—Mia, te lo dije… —su voz fue firme, casi áspera—. Ese hombre es dañino para ti. Él y su padre son unos cobardes, lo único que saben es destruir lo que no pueden tener.
Mia bajó la mirada, apretó la servilleta entre sus manos y murmuró:
—¡Quiero vengarme! —su voz temblaba, una mezcla de odio y dolor—. ¿Qué puedo hacer?
Mario extendió su mano y tomó la de ella con suavidad.
—Voy a ayudarte. Pero tienes que creer en mí, confiar en cada paso que demos. No estarás sola en esto.
Por un instante, Mia sonrió, esa sonrisa rota que se aferra a un hilo de esperanza. Luego fingió buscar algo en su bolso y habló con un aire calculado.
—¿Podrías prestarme tu teléfono? Necesito hacer una llam