La mansión, que alguna vez fue un refugio de alegría y unión, parecía ahora un mausoleo.
Cada rincón estaba cargado de un silencio doloroso, casi insoportable, como si las paredes mismas lloraran la desgracia que había caído sobre la familia.
Las luces parecían más apagadas, los pasillos más fríos, y hasta el aire estaba impregnado de un sentimiento de derrota.
Mia, que había escuchado cada detalle de lo sucedido, no podía soportar más la angustia que veía en los ojos de Aníbal y en el corazón destrozado de Abril. Con firmeza, lo miró a los ojos y le dijo:
—¡No debieron mentirle con algo así! No hay justificación, Aníbal. Deben ir y pedir perdón, aunque duela.
Aníbal no lo dudó. Tenía el corazón desgarrado por la culpa. Cada paso que daba hacia la habitación de su madre era un peso más sobre sus hombros.
Cuando finalmente llamó a la puerta, un silencio denso fue su única respuesta.
Empujó la madera lentamente y entró. Allí estaba Abril, sentada, con la mirada perdida en el vacío. Ni s