—¡¿Qué?! —exclamó Rebeca, dando un paso hacia atrás como si le hubieran dado una bofetada. Su expresión cambió de inmediato: la furia fue sustituida por una chispa de ambición encendida en sus ojos—. ¿Estás completamente segura de lo que estás diciendo?
Su voz sonó temblorosa, pero no de miedo… sino de emoción contenida.
—Benjamín, déjanos solas —ordenó sin apartar la mirada de su hija.
Benjamín bajó la cabeza, obediente, y se retiró cerrando la puerta con suavidad, aunque el silencio que quedó fue tan denso como una amenaza.
Rebeca se acercó a Ernestina, paso a paso, hasta quedar frente a ella.
La sujetó del mentón con firmeza, obligándola a mirarla directamente a los ojos.
—Ernestina... ¿De verdad ese bebé que llevas dentro es hijo de Amadeo? —preguntó con voz grave, cargada de incredulidad, temor y deseo—. ¡Maldición, Ernestina, no me mientas! Si juegas conmigo, si esto es una trampa o una fantasía tuya, ¡te juro que te desheredo y te olvidas de mi apellido!
Ernestina no se inmutó.