A la mañana siguiente.
La luz de la mañana apenas se filtraba por las cortinas pesadas cuando Amadeo abrió los ojos. Por un instante, pensó que seguía soñando.
El perfume de Abril aún flotaba en el aire, esa mezcla embriagante de peligro y dulzura que lo desarmaba cada vez.
Pero la cama a su lado ya estaba vacía.
Se incorporó, de golpe, el corazón acelerado. Ella estaba de pie, dándole la espalda, abrochándose lentamente la blusa.
Cada movimiento suyo era preciso, como si no dejara nada al azar. Se estaba yendo. Otra vez.
—¿Ya te vas? —preguntó, su voz ronca, cargada de deseo y una súplica apenas disimulada.
Abril no respondió de inmediato. Terminó de vestirse, tomó su bolso y giró hacia él.
Amadeo la miraba como si fuera a romperse, si daba un paso más lejos.
—No quiero que te vayas —dijo él finalmente, con más fuerza—. Quédate. Quédate conmigo. No por una noche. No por unos días. Para siempre.
Ella arqueó una ceja, divertida, como si la palabra siempre fuera un juego más en su mundo