El reloj de mármol en el salón principal de la mansión marcó las nueve en punto cuando Margarette descendió las escaleras con un abrigo oscuro y un bolso pequeño.
—¿Va a salir, señora? —preguntó una de las empleadas.
—Sí, asuntos de familia —respondió con una sonrisa impecable.
La puerta se cerró con un clic suave que, sin embargo, pareció sellar un pacto con la noche.
El auto negro la esperaba en la esquina.
Dentro, el Cuervo la aguardaba con su presencia imponente y muda.
—Ella no tiene paciencia —dijo, sin saludarla.
—Y yo tampoco —contestó Margarette, cruzando las piernas—. Llévame con ella.
El trayecto fue silencioso. El paisaje de la ciudad se volvió más áspero con cada kilómetro: fábricas cerradas, almacenes abandonados, luces que parpadeaban.
Finalmente, el vehículo se detuvo frente a una casa antigua en las colinas, rodeada de cipreses que parecían centinelas.
El Cuervo abrió la puerta, y Margarette bajó con el corazón latiéndole tan fuerte que podía escucharlo. Sabía que La