El viento soplaba como una advertencia.
El convoy de Dante se movía sigiloso entre los callejones industriales, bajo un cielo de nubes pesadas que amenazaban tormenta. Edgar conducía el primer vehículo; detrás, dos todoterrenos sin placas.
El olor del metal y del peligro impregnaba el aire.
—¿Seguro que la fuente es confiable? —preguntó Edgar, con el ceño fruncido.
—No —respondió Dante—. Pero si el Cuervo está ahí, quiero verlo morir con mis propios ojos.
El edificio al que llegaron parecía abandonado: cristales rotos, puertas oxidadas, luces que parpadeaban dentro.
Los hombres se movieron rápido, en silencio. Dante avanzó el primero, arma en mano, el rostro cubierto por una capucha.
El eco de sus pasos fue reemplazado por algo más: el chasquido seco de un seguro de arma.
—¡Al suelo! —gritó Edgar.
El tiroteo estalló como una explosión.
Desde las sombras, ráfagas de balas reventaron los muros y encendieron el aire. Dante rodó tras una columna, disparando hacia las luces que parpadeaban