El amanecer entró despacio por los ventanales, filtrándose entre las cortinas como una promesa incierta.
El fuego de la chimenea se había apagado hacía horas, pero el aire aún conservaba ese calor denso de la pasión vivida.
Ivana abrió los ojos lentamente, con el cuerpo pesado y el alma suspendida entre el sueño y la realidad.
La cama estaba vacía.
El lado de Dante aún conservaba el hueco de su cuerpo y el aroma inconfundible de su piel: madera, whisky y deseo.
Se incorporó despacio, cubriéndose con la sábana, mirando alrededor. El silencio de la habitación era profundo, casi incómodo.
Una parte de ella quería creer que él solo había bajado al despacho, pero otra —más vieja y herida— susurraba que Dante siempre se alejaba antes del amanecer, cuando volvía a ser el hombre del que el mundo debía temer.
Apoyó la cabeza entre las rodillas y suspiró.
—¿Qué estoy haciendo? —se dijo, con voz apenas audible.
La noche anterior la había hecho sentirse viva, amada, segura… pero también