El atardecer caía sobre la finca con un cielo enrojecido, como si el sol también sangrara por los días pasados.
Dante observaba desde el balcón, los ojos perdidos en el horizonte.
Llevaba días sin sonreír.
Desde el accidente, cada detalle, cada sonido, era una amenaza posible.
Edgar irrumpió en la sala, cubierto de polvo, el rostro tenso.
—La tenemos.
Dante giró lentamente.
—¿A quién?
—A una de las mujeres que estuvo cerca de la carretera la noche del sabotaje. Estaba escondida en una cabaña al otro lado del bosque. Intentó huir cuando nos vio.
—¿Sola?
—Sí. Pero estaba armada.
Dante tomó su abrigo.
—Tráela aquí.
La noche cayó cuando la trajeron.
La mujer tenía la ropa rasgada, el rostro manchado de tierra y una expresión de terror contenida.
En la bodega de la mansión, la sentaron frente a Dante.
Edgar encendió una lámpara de escritorio, proyectando sobre ella un halo amarillento.
—¿Nombre? —preguntó Dante.
—Clara —murmuró, la voz temblorosa.
—¿Clara qué?
—Solo Cla