El camino de regreso fue un silencio tenso, solo interrumpido por el sonido del motor y el suspiro de los limpiaparabrisas arrastrando el polvo del incendio.
Ivana iba recostada contra el asiento, con los dedos entrelazados en el regazo, sin poder apartar de su mente las imágenes del salón ardiendo, los gritos, el olor a humo mezclado con perfume caro.
Dante conducía sin apartar la vista de la carretera. Su mandíbula estaba apretada, los nudillos blancos sobre el volante. Pero cada pocos segundos desviaba la mirada hacia ella, asegurándose de que respirara, de que siguiera ahí.
—¿Tienes frío? —preguntó, con voz baja, casi un susurro.
—No… —respondió Ivana, pero su tono la traicionó.
Él estiró el brazo y subió la temperatura del auto, luego le tomó la mano.
Sus dedos estaban helados. Los cubrió con los suyos, fuertes, cálidos.
—Ya pasó —dijo él, sin convicción.
Ivana lo miró de reojo.
—¿De verdad crees eso? —susurró—. Cada vez que creo que tocamos fondo, ocurre algo peor. Hoy