La mansión Brown amaneció en un silencio extraño.
No era el silencio de la calma, sino el de un depredador que aguarda el siguiente movimiento.
Dante había pasado la noche en vela, caminando de un extremo a otro del despacho.
Cada cigarro que encendía marcaba una decisión.
Cada trago de whisky era una línea que borraba los límites entre la justicia y la venganza.
Ivana lo observaba desde la puerta, envuelta en una bata blanca.
—No puedes seguir sin dormir —susurró—.
—No dormiré hasta saber quién intentó matarte —contestó él, sin mirarla.
—Dante… estás cruzando una línea.
—Esa línea la cruzaron ellos cuando tocaron lo mío.
Llamaron a la puerta. Era Edgar.
Sus botas aún tenían polvo, y el olor a gasolina llenó el despacho al entrar.
—Lo tengo —dijo, sin preámbulo—. El mecánico. El que tocó el auto antes del accidente. Está en el taller de la colina.
Dante se enderezó.
—Nadie más lo sabe.
—Nadie, señor.
—Bien. Vamos por él.
El taller estaba medio en ruinas, un esqueleto de acero oxidado