La casa amaneció con el ruido de la rutina, los pasos del servicio realizando sus tareas diarias; pero en el ala privada nada era habitual. Ivana había pasado la madrugada en vela, repitiendo mentalmente cada imagen de la gala: la copa, la mano que la acercó, la caída, la cara de Dante cuando la sostuvo. Las sábanas todavía olían a perfume y a miedo.
Dante la encontró en la biblioteca, mirando un álbum viejo sin abrir. Se acercó con dos tazas de café humeante y dejó una en la mesa junto a ella.
—¿Pudiste dormir? —preguntó, sin apartar la vista del reflejo de su propia mano en el vidrio.
—A ratos —contestó ella—. Me despierto y me parece que escucho… aplausos y luego el silencio de la nada.
Él se sentó a su lado; la distancia entre los dos no era física sino como un puente que había que sostener a cada hora.
—Recuerdas que el mesero habló de Rivas —dijo Dante en voz baja—. No es un nombre cualquiera.
Ivana cerró el álbum con cuidado, y se dispuso a escuchar a su esposo.
—Si, Rivas. E