Mientras Liliana y Alessandro se dejaban arrastrar por el deseo y la pasión, Enrico Castello salió fuera del bar hecho una furia. Se dirigió hasta su coche y subió sin esperar a que su chofer le abriera la puerta.
—¿A dónde vamos, señor? —preguntó el guardaespaldas que lo seguía muy de cerca, atento a cada uno de sus movimientos.
Enrico no lo miró siquiera. Se limitó a ajustar los puños de su chaqueta, los ojos clavados en la oscuridad como si pudiera atravesarla con la mirada.
—A casa de Elena Fiorini —ordenó con voz grave y peligrosa—. Esta noche, Alessandro sabrá quién soy realmente. Voy a darle justo donde más le duele.
El guardaespaldas subió al asiento delantero y el coche se puso en marcha.
Una hora después, el auto negro se detuvo bruscamente frente a la entrada principal de la mansión Fiorini.
—¿Lo acompaño, señor?
—No, mejor vigilen por si el hijo de puta de Alessandro regresa.
—¿Qué hacemos si llega, señor? —preguntó el guardaespaldas.
—Disparen y luego pregunten —r