3. Pov Dan

Tokio brillaba como un tablero de neón cuando recibí la llamada que me cambió la vida. Yo estaba en la suite de un hotel de cinco estrellas, con una joven japonesa arqueada sobre mí, la piel húmeda, el cabello oscuro pegado a su cuello. Tenía el contrato de mi vida cerrado en la mesa de al lado: tecnología de punta que iba a catapultar a mis empresas a otro nivel. Y tenía a esa mujer riendo contra mi boca, jadeando en mi oído. Todo en orden. Todo perfecto.

Hasta que sonó el teléfono.

Contesté de mala gana, con el pulso todavía acelerado. La voz al otro lado me arruinó la respiración: un accidente. Mi hermano David y su mujer, Judy, habían muerto.

Por un instante pensé que era una broma cruel. Pero no. Era real. El suelo se me abrió.

David. El menor. El que me había odiado desde que éramos adolescentes. El que se quedó cuidando a nuestra madre enferma mientras yo aprovechaba mi beca en el extranjero. Nunca me perdonó que me marchara. Y quizás tenía razón. Cuando ella murió, yo había logrado hacer mi primer millón, pero era tarde ya. David me cerró la puerta en la cara cuando intenté acercarme. Nunca conocí a mi sobrina.

Y ahora él estaba muerto.

El viaje de regreso fue un infierno de escalas y esperas. Corrí contra el tiempo, pero llegué tarde. No estuve ni en el funeral. Solo quedaba una realidad: la custodia de Anne, la niña, había pasado a manos de una desconocida. Una mujer llamada Nikita Sandman.

Ahora estaba frente a su puerta. Toqué y cuando la puerta se abrió, me encontré con ella.

Nikita.

Maldita sea. Hermosa era poco. Cabello rubio natural, ojos azules como vidrio afilado, curvas que cualquier hombre notaría aunque intentara disimularlo. Y aún así, había algo más en ella: la tensión en los hombros, la fuerza con la que sostenía a la niña.

—Hola, soy…

Daniel Leroux, el niñero —me interrumpió —. Lo sé. Te has tardado, y llevo media hora esperándote.

Me quedé congelado. Ella creía que yo era el niñero. Podría haberla corregido, podría haberle dicho la verdad, que yo era Daniel, el hermano de David, y que venía a reclamar lo que me correspondía por derecho. Pero algo en su mirada, en la forma en que apretaba a la niña contra su pecho, me detuvo. Cómo me había confundido no sabía aún, pero una idea comenzó a formarse en mi cabeza.

“Si quiero la custodia de Anne, quizá deba jugar este juego”, pensé fugazmente.

—Sí, perdón, tuve un inconveniente y no pude avisarte —respondí, forzando una sonrisa

La forma en que suspiró aliviada me lo confirmó: estaba desesperada. Podía usar eso a mi favor, era lo que hacía solo que en el mundo empresarial, aprovechar las oportunidades y debilidades que me brindaban los demás.

—Yo soy Nikita —dijo y me tendió su mano, y un breve escalofrío me recorrió, posiblemente a ella le pasó lo mismo porque la retiró casi de inmediato.

Me dejó pasar y comenzó a mostrarme la casa. Todo estaba en orden: biberones alineados, pañales listos, mantas dobladas con precisión casi quirúrgica. Una mujer que trataba de mantener el control en medio del caos.

—Trabajo en un estudio de abogados —me dijo, mientras abría la puerta de una habitación que usaba como cuarto de juegos—. Necesito a alguien confiable para cuidar de Anne mientras continúo con mis casos. No puedo darme el lujo de descuidar mi carrera y menos en este momento en que están a punto de hacerme asociada.

Sonreí de medio lado. La oportunidad de provocarla era demasiado tentadora.

—¿Abogada, eh? —ladeé la cabeza—. Bueno, siempre es bueno tener a alguien que sepa cómo torcer las palabras para hacer que lo blanco parezca negro.

La vi fruncir el ceño. Un gesto breve, pero delicioso. No me equivoqué: le molestaba.

Seguimos recorriendo la casa y de pronto me detuvo frente a una pequeña cámara, discreta en la esquina del techo.

—Antes de que lo olvide —dijo con frialdad—, hay cámaras en toda la casa. Todo queda grabado. Y mi madre podría aparecer en cualquier momento también. Aparte aunque recibí ya todo tu currículum de parte de la agencia y hablé con tus antiguos jefes, voy a necesitar tu documentación, tu id para hacer unas verificaciones.

Interesante.

—Claro por supuesto… —tanteé mis bolsillos e hice que no la tenía encima, supongo que el hecho de que fuera dueño de una empresa de tecnología de avanzada en software, iba a ayudarme con ese engaño —. Ay caraj…perdón nuevamente, creo que en el apuro las dejé en casa antes de salir…¿Mañana las podré traer?

—Honestamente todo me parece muy desprolijo de tu parte. Llegas tarde, no traes tu identificación…

—Lo siento, tienes razón por supuesto, pero errar es humano y perdonar es divino —dije y puse mi mejor cara de santo.

Ella me miró de lado, creo que el apremio y la necesidad pesaron más que cualquier otra cosa.

—Está bien, mañana traes todo sin falta.

—Por supuesto.

Dije con fingida calma, como si tuviera todo bajo control. De hecho, por dentro ya estaba evaluando cómo jugar bien en ese tablero.

Ella me observó unos segundos más, como si buscara leerme.

—¿Tu nombre otra vez? —pregunté, fingiendo confusión.

Suspiró con fastidio, los labios tensos.

—Nikita. Nikita Sandman.

Lo dijo con un énfasis que me hizo sonreír. Una mujer que estaba acostumbrada a imponerse, incluso en medio del cansancio.

No respondí. Me limité a mirarla, dejando que la incomodidad flotara un segundo más.

Entonces, sin previo aviso, colocó a Anne en mis brazos.

—Toma —dijo—. A ver cómo te manejas. En este punto no me interesa la teoría ni tu currículum perfecto; quiero hechos.

El peso cálido de la bebé me sorprendió. Era pequeña, ligera, pero al mismo tiempo se sentía como si me hubieran depositado una bomba en las manos. La miré. Tenía los ojos de David. Maldita sea. Ese recuerdo me golpeó como un puñetazo.

—Tranquila —murmuré, balanceándose con un movimiento automático que ni sabía que recordaba de cuando su padre, mi hermano, era pequeño. La niña me aferró con sus diminutos dedos, y sentí una punzada que no supe bien qué era.

Eso hizo que ella arqueara una ceja; no sabía si confiar, era evidente. Me observó, y en su mirada se leía la comprobación cómo si se preguntara si realmente podría confiar en mí.

Seguí meciendo a la bebé con movimientos calculados. Anne se calmó, cerró los ojos un segundo y luego los abrió a su modo inocente. Sentí algo que no identifiqué: un latigazo de ternura ¿quizá reconocía en mis brazos algo del calor o el olor de su padre? algo se estremeció dentro de mí de solo pensarlo…

—Parece que sabes lo que haces —dijo ella, con la voz apenas aflojada—. Pero también necesito informes, horarios, rutinas. Yo vuelvo a las seis de la tarde, y hay audiencias que no puedo mover. Entenderé si esto es mucho para tí.

Le respondí con la calma de quien planea tres pasos por delante.

—No es mucho —mentí con naturalidad—. Sólo cuéntame las rutinas y lo demás lo organizo yo.

Mientras hablábamos, la puerta de entrada se abrió y una figura apareció por el pasillo. Una mujer atractiva de mediana edad, elegante hasta en el gesto de caminar, con una mirada que olía a sospecha. Su sola presencia aumentó la tensión: supuse que era la madre pues el parecido era inconfundible…Y evidentemente era de esas madres que calculan todo, que observan todo en silencio, que ponen en evidencia.

Ella nos miró, se acercó con paso casi felino y dirigió una sonrisa cortante hacia mí.

—Así que este es el niñero —dijo, midiendo cada palabra mientras me miraba de arriba a abajo—. Interesante elección.

Me incliné apenas, con una educación que olía a falsa humildad.

—Encantado —respondí—. Daniel Leroux.

—Igualmente, Paola Sandman —. Ella me observó un segundo más, como si buscara señales. Luego se inclinó hacia la bebé, y yo la noté sacar conclusiones con su mirada fría.

Nikita me miró otra vez, y su expresión fue de advertencia. Estaba alerta. Perfecto.

Por dentro ya tenía el plan: ganar su confianza, registrar cada fallo, cada momento de cansancio, usar las cámaras a mi favor cuando fuera preciso. Y, si el destino lo permitía, reclamar lo que era mío por sangre.

Le devolví la mirada a Nikita con una expresión que usaba cuando cerraba algún contrato importante. No me conocía y, aun así, me confiaba una vida diminuta. Le devolví a Anne con la suavidad de quien ensaya compasión y dije:

—Voy a hacer todo lo posible para que esté bien.

Mientras la pequeña se acomodaba contra mi pecho y las dos mujeres intercambiaban miradas cargadas, supe que había entrado al tablero correcto. La partida prometía ser larga. Y yo iba a jugar mi papel con calma, pero por dentro mi decisión estaba tomada: me quedaría allí. Fingiría ser el niñero, el aliado, el apoyo perfecto. Y mientras tanto, reuniría todo lo necesario para reclamar lo que me correspondía por derecho.

Anne era mi sobrina. Mi sangre. Y tarde o temprano, también sería mía.

Mientras tanto… disfrutaría cada segundo de este juego.

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