El trueno estalló con una violencia que hizo vibrar los ventanales. Anne se removió en mis brazos, asustada, y un segundo después un rayo iluminó todo el frente de la casa. Por un instante vi con claridad la silueta de Dan frente a mí, y luego la oscuridad volvió a engullirlo. El resplandor había caído cerca, muy cerca… demasiado. El olor metálico del ozono entró por la ventana como un recordatorio brutal.
Me tensé.
—Cayó en la esquina —dije, más para mí que para él.—Sí —confirmó Dan con la voz grave, serena. Esa calma suya me tranquilizó y me irritó al mismo tiempo. ¿Cómo podía estar tan imperturbable mientras yo sentía que el corazón me latía en la garganta?
Anne empezó a llorar, su llanto mezclándose con el estrépito de la tormenta. La apreté contra mí, desesperada por transmitirle seguridad que yo misma no tenía. Dan se acercó, y en esa oscuridad su presencia era tan tangible que sentí el calor de su cuerpo antes de que me hablara.
—Dame a la pequeña.
No dudé. Se la entregué, y en cuanto la tuvo en brazos, comenzó a mecerla con un vaivén seguro, murmurándole palabras que no entendí, pero que parecían un conjuro. Increíblemente, Anne se calmó. No del todo, pero lo suficiente para que su llanto bajara a un quejido intermitente.
Yo exhalé con fuerza, como si me hubieran devuelto la respiración.
—Tienes razón, no puedo quedarme sola esta noche —confesé, y fue más vulnerable de lo que hubiera querido sonar.Dan me miró en la penumbra. No lo veía del todo, pero sabía que me estaba mirando. Ese silencio, cargado, me hizo sentir expuesta.
—Quédate tranquila, no voy a irme —dijo al fin.
La tormenta redobló afuera, lluvia torrencial contra los techos y otro trueno que sacudió las paredes. Me estremecí, y entonces lo supe: esa noche no habría forma de sacarlo de la casa. No porque lo necesitara solo por la tormenta, sino porque una parte de mí —esa que me empeñaba en callar— lo quería cerca.
Subimos juntos a la habitación. Yo llevaba una linterna pequeña, apenas suficiente para guiarnos en la penumbra. Dan cargaba a Anne como si hubiera nacido para eso. Cada vez que la bebé se movía, él ajustaba el brazo con una naturalidad que me desarmaba.
La recosté en su cuna mientras Dan encendía una vela que había encontrado en el pasillo. La luz danzante tiñó todo de un dorado cálido, íntimo. Observé cómo la sombra de Dan se proyectaba en la pared, alta, firme. El contraste con la fragilidad de Anne me revolvió el estómago.
Cuando ella finalmente se durmió, nos quedamos los dos de pie junto a la cuna, en silencio. Afuera, la tormenta seguía rugiendo. Yo sabía que debía despedirlo, decirle que podía dormir en el sillón o algo, pero las palabras no salieron.
—Sí te parece, voy a quedarme aquí —dijo él, como si hubiera leído mis pensamientos—. Al menos hasta que la tormenta pase un poco.
Asentí. No protesté.
Me senté en la cama, con la vela en la mesita, y lo vi recorrer la habitación como un guardián. El corazón me latía demasiado rápido, no por el miedo ya, sino por otra cosa que no quería nombrar. ¿Cómo podía afectarme así alguien a quien apenas conocía desde hacía poco más de un día?
Otro trueno sacudió la ventana. Yo solté un respingo, instintivo. Dan me miró, y entonces lo entendí: no iba a dormir en el sillón. No lo iba a permitir.
—Sí. Quédate —dije, bajito.
No hizo preguntas. Se quitó la campera húmeda y la dejó sobre la silla. El gesto simple me provocó un vuelco en el estómago. Era ridículo, irracional, pero cada movimiento suyo parecía acercarlo más a una intimidad que no estábamos preparados para tener.
Se sentó al borde de la cama. El colchón se hundió apenas, y yo sentí el calor de su cuerpo a través de la distancia mínima que nos separaba. La vela chisporroteó, iluminando su perfil: la mandíbula firme, la sombra de su barba, esos ojos que parecían mirarme incluso cuando no lo hacían.
Nos recostamos, cada uno de un lado, en silencio. Entre nosotros, el espacio era un campo eléctrico. Yo intentaba concentrarme en la lluvia, en el tamborileo constante, pero mi mente volvía siempre a él: a cómo sostenía a Anne, a cómo había vendado mi mano, a cómo su voz grave me había dicho que no se iría.
Me di vuelta de costado, fingiendo buscar comodidad. Dan hizo lo mismo. Ahora estábamos frente a frente, a pocos centímetros. La vela lanzaba destellos sobre su rostro, y yo me descubrí observando el arco de su ceja, la curva de su boca.
No podía ser. No debía ser. Y sin embargo, lo era.
Otro trueno, ensordecedor, nos hizo sobresaltarnos al mismo tiempo. La casa pareció vibrar. Anne gimió en la cuna, pero no llegó a despertarse. Yo instintivamente estiré la mano hacia Dan, como si mi cuerpo hubiera decidido por mí. Nuestros dedos se rozaron apenas.
Él no se apartó.
El silencio después de la tormenta fue peor que el trueno mismo. La tensión quedó suspendida entre nosotros, como si el aire se hubiera vuelto demasiado denso. Me mordí el labio, obligándome a retirar la mano. Pero el escalofrío ya estaba corriendo por mi espalda.
Cerré los ojos, fingiendo sueño. No era verdad: cada célula de mi cuerpo estaba despierta.
Y entonces lo escuché. Su respiración, lenta, profunda, demasiado cerca.
La vela terminó por apagarse sola, dejándonos en la más completa oscuridad.
Y en esa oscuridad, con la lluvia martillando el techo y Dan a mi lado, supe que había cruzado una línea invisible. No sabía adónde me iba a llevar, pero sí que ya no había vuelta atrás.