Dan no se apartó de mí hasta que el agua helada calmó un poco el ardor en mis dedos. Luego, sin decir palabra, me soltó despacio y fue directo al pequeño botiquín que había en la alacena sobre la heladera. Se movía con seguridad, como si llevara años entrando y saliendo de esa cocina, y eso me produjo una sensación extraña: parte alivio, parte… vulnerabilidad.
—A ver —dijo al volver, abriendo un tubo de crema—. Esto te va a ayudar.
Tomó mi mano entre las suyas y con una delicadeza que no me esperaba, aplicó la crema sobre la zona enrojecida. Sus dedos recorrían mi piel con firmeza, pero también con cuidado, como si temiera lastimarme. Yo lo miraba en silencio, consciente de cada roce, de cada respiración compartida. Después sacó una venda y la aseguró con un gesto preciso.
—Listo —murmuró, sin levantar la vista.
Me quedé observándolo, con una gratitud que me incomodaba porque rozaba otro territorio. Quise agradecerle, pero mi voz salió apenas como un murmullo:
—Gracias.Él solo asintió y se retiró un paso, dejando que el aire regresara a mis pulmones.
—Bueno —dije al fin, buscando romper la tensión—, la pizza debe estar lista.
Nos sentamos a la mesa. Anne, en su sillita, golpeaba con sus manitos la bandeja de plástico, pidiendo atención. Dan sonrió y, sin pedir permiso, tomó un trozo pequeño de la pizza, apenas la punta, y se la ofreció.
—¿Qué haces? —pregunté, alarmada—. ¿Puede comer eso?
Él me miró con calma, como si tuviera todo bajo control.
—El pediatra me dijo que sí. Obviamente no mucho, pero ya puede probar. Lo importante es que empecemos a ampliar su dieta: más verduras, frutas… incluso carnes en pequeñas cantidades. Estaba pensando en armarle un plan. Si quieres, puedo ocuparme.Me quedé mirándolo, sorprendida por la seguridad con la que hablaba.
—¿De verdad?—Claro —dijo, encogiéndose de hombros—. Es parte de mi trabajo, y me gusta hacerlo.
Anne masticaba con sus encías felices el diminuto trozo, como si fuera un festín. No pude evitar sonreír.
—Está bien —admití al fin—. Si tú te encargás, mejor. Yo no sé nada de esas cosas.—Entonces queda en mis manos —respondió él con una media sonrisa, antes de darle un sorbo a su vaso de agua.
Comimos tranquilos, y por un momento casi olvidé todo lo demás: el juicio, el estudio, Fernández, mi madre, incluso la sombra de David. Era como si esa cocina se hubiera convertido en un refugio improbable, con una pizza mal calentada y la risa suave de Anne llenando el espacio.
Cuando terminamos, Dan me ayudó a recoger la mesa. Sus movimientos eran tan naturales que costaba recordar que apenas lo conocía hacía poco más de un día.
—Bueno, parece que paró un poco —dijo finalmente, asomándose a la ventana de la cocina. La lluvia había bajado de intensidad, y ahora solo quedaban las gotas golpeando con suavidad contra el vidrio. Se pasó una mano por el cabello mojado y agregó—: Será mejor que me vaya ahora.
Tomé a Anne en brazos, levantándola de su sillita. Ella se acurrucó contra mí, todavía con restos de masa en la comisura de los labios.
—Claro —dije con una sonrisa tensa—. Te acompaño a la puerta.Caminamos juntos hacia la entrada. La casa estaba en penumbras, iluminada apenas por la tenue luz de las lámparas. Yo iba a girar la cerradura cuando, de repente, un chasquido seco retumbó en las paredes.
Y la oscuridad lo cubrió todo.
No fue solo en mi casa. Al mirar por la ventana lateral pude ver que las demás casas del vecindario también habían quedado a oscuras. Una penumbra total, apenas interrumpida por la lluvia que aún caía débil, reflejando algún destello lejano de los autos en la ruta.
—Genial… —murmuré, sintiendo cómo se me erizaba la piel—. Justo ahora.
Dan se giró hacia mí, y aunque apenas podía distinguirlo en la oscuridad, sentí su mirada fija.
—No parece ser solo tu casa. Es todo el barrio.Mi corazón empezó a latir con fuerza. No sé si fue la oscuridad, la tensión acumulada o la cercanía inevitable de él y Anne conmigo en medio de ese apagón general, pero algo dentro de mí se encendió como una alarma.
Él respiró hondo, evaluando la situación.
—Será mejor que no te quedes sola con la pequeña, así —dijo con voz baja, firme.Yo lo miré, tragando saliva. No quería admitirlo, pero tenía razón. La oscuridad me pesaba, me recordaba demasiados miedos que había tratado de enterrar. Y, al mismo tiempo, la idea de que él se quedara una noche más en la casa encendía otra clase de vértigo que no tenía nada que ver con el apagón.
Anne gimió inquieta en mis brazos, como si percibiera mi desasosiego. La acuné con una mano, mientras la otra aún temblaba ligeramente en la cerradura.
Un silencio denso cayó entre nosotros, apenas interrumpido por la lluvia que seguía cayendo suave, constante, como un reloj que parecía marcar el inicio de algo inevitable.