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Capítulo 3. La Sorpresa del Heredero.

A pesar de su fama de mujeriego y de no cumplir sus promesas, Elliot Vance adoraba a su padre. Esa verdad, tan compleja como su propia vida, lo golpeó cuando el coche en el que viajaba con su chófer se detuvo frente a la imponente mansión Vance.

La residencia, una obra maestra de lujo y excesos arquitectónicos, era el reflejo de la vasta fortuna familiar y el escenario de su infancia privilegiada.

Al cruzar el umbral, lo recibió el aroma familiar a cera pulida y flores frescas. Tere, la ama de llaves desde siempre, apareció en el vestíbulo con su rostro curtido por los años de servicio, pero siempre con una sonrisa afectuosa para el joven Elliot.

—Teresita de mi corazón, ¿está papá? —preguntó Elliot, con un atisbo de preocupación en el rostro. Su tono, aunque afectado por la angustia, no perdía la costumbre de la coquetería juguetona.

—Sí, joven. Está en su habitación —respondió Tere con su voz suave y familiar.

Elliot exhaló un suspiro, casi un lamento, y susurró:

—Pobre...

Tere ladeó la cabeza, sorprendida.

—¿Por qué «pobre», joven?

Elliot se encogió de hombros, con una mueca que mezclaba desesperación y comicidad, su humor aflorando incluso en la adversidad.

—Ya te enterarás, Teresita. Mientras tanto, prepárame un sándwich. Bueno, no, que sean dos. La angustia me da un hambre de lobo.

Tere lo vio marcharse hacia la cocina con la misma sonrisa que había visto desde que Elliot era un niño.

Para sí misma, murmuró: «Es tan guapo y atlético, pero tiene un apetito de camionero». Luego, con un leve suspiro de resignación y cariño, se dirigió a cumplir la extraña petición del joven amo.

Impulsado por una mezcla de angustia y el hambre voraz que le provocaba el estrés, Elliot subió raudo las escaleras hacia la habitación de su padre.

La puerta, apenas entornada, le indicaba que Richard no estaba solo. Cuando se disponía a empujarla, una voz ajena lo detuvo en seco.

—Has ido muy lejos, Richard. ¿Cómo pretendes hacerle creer a Elliot que estás muriendo? ¡Eso está mal!

La voz del doctor Isaac Moore, el médico de cabecera de la familia Vance, denotaba consternación.

Elliot se quedó inmóvil, con el sándwich olvidado en la mano.

Las palabras de Isaac eran cuchillos gélidos que se clavaban en su incredulidad.

La voz de su padre, cargada de exasperación, respondió.

—No tengo opciones, Isaac. Elliot es un rufián de cuello blanco; basta con que mires cómo se comporta. Un día anda con una pelirroja y al otro con una afrodescendiente. Su vida es un caos y no puedo enderezar a ese muchacho, ¡entiéndeme!

—Pero hacerte pasar por moribundo y meterme a mí en tus asuntos es demasiado —protestó Isaac, elevando la voz—. No puedo, Richard. No te daré un informe falso de tu terrible enfermedad. ¿Dónde queda mi ética profesional?

Un silencio cargado llenó la habitación, solo roto por el furioso latido del corazón de Elliot. Su padre era capaz de muchas cosas, pero ¿una farsa tan cruel?

—Pagaré muy bien por tu ética, Isaac. Solo tú puedes hacerlo —insistió Richard, ahora con la voz teñida de súplica, pero también de amenaza—; debo mantener mi fachada hasta el final. Mi hijo es muy galán de cine y todo lo que quieras, pero su cerebro no le funciona. No creo que se indague más de la cuenta. Por favor, ayúdame, Isaac. Tengo mucho poder. Nadie se atrevería a hacerte daño, por favor, ayúdame.

El último ruego, cargado de una manipulación descarada, resonó en los oídos de Elliot. Su padre no estaba muriendo.

Era una farsa, una trampa diseñada para obligarlo a casarse. El sabor del sándwich se volvió amargo en su boca. La furia crecía en su pecho, amenazando con desbordarse.

La Rabia ardía en las venas de Elliot Vance, un fuego abrasador que devoraba la fachada de su habitual indiferencia. Bajó las escaleras de la Mansión Vance como un terremoto, sus pasos se oían en el mármol pulido.

Cada eco era un golpe en su orgullo herido. ¿Fingir una enfermedad terminal? ¿Su propio padre, el hombre que lo había mimado y exigido a partes iguales, creía que era tan estúpido? La burla era casi insoportable, una traición que dolía más que cualquier golpe físico.

Se sentía expuesto, subestimado, reducido a la caricatura que Richard Vance pintaba de él: un mujeriego sin escrúpulos, un "rufian de cuello blanco" incapaz de ver más allá de su propio ombligo.

Era cierto que era un donjuán, que la vida de excesos era su día a día, pero ser considerado un imbécil sin cerebro... eso era inaceptable.

Alcanzó la puerta principal y la abrió de golpe, la brisa de la tarde un alivio momentáneo para la rabia que lo consumía. Su chofer, siempre impecable, ya esperaba junto al auto.

—Sácame de aquí —ordenó Elliot, su voz tensa, casi un gruñido.

El viaje fue un borrón. Las calles lujosas de la ciudad, los edificios imponentes, todo se difuminaba ante la tormenta que lo asolaba por dentro. Una lágrima solitaria y traicionera, se deslizó por su mejilla.

No era solo la ira; era la tristeza, una pena profunda por la decepción. Su padre no confiaba en él, no lo veía capaz, solo como un caprichoso sin remedio.

Con un resoplido de frustración, Elliot secó la lágrima con el dorso de la mano, como si fuera una debilidad que nadie debía ver. La vulnerabilidad duró un instante. Su mente, acostumbrada a las soluciones rápidas y a la evasión, ya buscaba su próximo escape.

Tomó su teléfono. La pantalla brilló, y sin dudarlo, marcó.

—Te espero en veinte minutos, en el Hotel Le Grand Royale —dijo con una voz que recuperó su habitual tono de mando, aunque con un matiz de urgencia que rara vez mostraba. La burbuja de distracción ya lo esperaba, lista para envolverlo una vez más.

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