Los días siguientes fueron una tortura silenciosa para Daniel, una crucifixión psicológica que se extendía desde el amanecer hasta las horas más oscuras de la madrugada. La mirada de Lucía lo perseguía como un fantasma vengativo, materializándose en los reflejos de las ventanas, en las sombras que danzaban en las paredes de su oficina, en los espacios vacíos donde su presencia había dejado una marca indeleble.
Cada vez que ella entraba en su oficina, sentía un escalofrío que comenzaba en la nuca y se deslizaba por su columna vertebral como dedos helados. Era como si el aire cambiara de temperatura, como si la atmósfera misma se cargara de electricidad estática. Su cuerpo reaccionaba antes que su mente, reconociendo en ella una amenaza que iba más allá de lo profesional, más allá de lo racional.
¿Qué está esperando? El pensamiento lo atormentaba mientras fingía revisar informes que ya había leído tres veces. ¿Cuándo va a usar lo que sabe?
Pero había algo más. Algo que no quería admitir