El cristal del ventanal reflejaba dos Daniels: uno impecable, de traje cortado a medida y corbata de seda italiana; otro que temblaba imperceptiblemente, con las pupilas dilatadas y la mandíbula apretada hasta hacer crujir los dientes. La presión lo estaba devorando desde adentro, como ácido corroyendo metal fino.
Lucía. Su nombre se repetía como un mantra venenoso en su cabeza. El rechazo. La amenaza. La exposición. Las palabras se enredaban en su mente como cables de alta tensión chisporroteando. El CEO que había construido durante años —ladrillo a ladrillo, mentira a mentira— comenzaba a desplomarse.
Sus dedos tamborilearon sobre la mesa de roble macizo, un ritmo staccato que no conseguía controlar. El movimiento era nuevo, ajeno a él. Daniel Márquez no tamborileaba. No perdía la composure. No necesitaba... Marco. Pero ahí estaba su otro yo susurrándole al oído, prometiéndole escape, el mundo nocturno donde era un seductor irresistible, la dulce liberación que borraba todo.
La reun