El silencio en la oficina de Daniel era un eco de la tormenta que se desataba en el interior de Lucía. Las palabras de su ultimátum aún flotaban en el aire como espectros, cada sílaba grabada en el cristal de las ventanas, en el mármol del suelo, en la superficie pulida del escritorio de roble. Su firmeza la había sorprendido incluso a ella misma, como si una extraña hubiera tomado posesión de su cuerpo y pronunciado una sentencia ineludible.
Daniel la había mirado entonces —no con la frialdad calculadora del CEO ni con la picardía seductora de Marco— sino con una mezcla de shock y vulnerabilidad tan cruda que desarmó a Lucía por un instante. Era como ver a un hombre desnudo no solo de ropa, sino de toda pretensión, de toda máscara. La armadura que había construido durante años se resquebrajaba ante sus ojos, revelando algo que ninguno de los dos estaba preparado para contemplar.
¿Es esto lo que quería? La pregunta la asaltó sin previo aviso. ¿Verlo roto? ¿Verlo humano?
Las sombras de