La música cambió como si hubiera leído los pensamientos más secretos de todos los presentes. Los acordes suaves del jazz se transformaron en algo más primitivo, más carnal. El contrabajo pulsaba ahora con un ritmo que se sincronizaba con los latidos del corazón, mientras el saxofón gemía melodías que parecían susurrar promesas contra el oído. Era música que no se escuchaba; se sentía, se respiraba, se deslizaba por la piel como caricias de terciopelo.
Sofía, con esa intuición femenina que la convertía en una bruja del placer, captó el cambio en el ambiente antes que nadie. Sus ojos brillaron con una chispa traviesa que Lucía conocía bien y que siempre presagiaba aventuras peligrosas.
—Vamos —murmuró, su voz ronca por el champán y la excitación—. La pista nos llama.
Sus dedos se cerraron alrededor de la muñeca de Lucía con la firmeza de quien no acepta un no por respuesta. El contacto era cálido, seguro, y Lucía se sintió arrastrada no solo por la fuerza física de su amiga, sino por la