Lucía se aferraba al brazo de Sofía como un náufrago a su salvavidas, intentando mezclarse entre la multitud que se agitaba al ritmo de una música que parecía tener más bajos que toda la discografía de los últimos veinte años. El aire estaba tan cargado de perfume y misterio que casi se podía cortar con un cuchillo —o con las uñas de acrílico de cualquiera de las mujeres que la rodeaban—.
Sus ojos, acostumbrados a la luz fluorescente y despiadada de la oficina donde pasaba más horas que un vampiro en su ataúd, tardaron una eternidad en adaptarse a aquella penumbra que parecía diseñada específicamente para ocultar pecados y revelar deseos. Se sentía como un pez fuera del agua, o más bien, como una secretaria fuera de su elemento natural: el Excel y los informes trimestrales.
—Respira, Lucía —le susurró Sofía al oído—. Pareces un robot que se ha quedado sin batería.
—Es que no entiendo cómo puedes estar tan relajada en un sitio así —murmuró Lucía, ajustándose las gafas con un gesto nerv