35.
SOPHIE
La luz entra como un hilo apenas definido por la cortina pesada de la habitación de huéspedes, un destello tibio que se cuela a través de los pliegues y me despierta antes de que el reloj pueda anunciarme que debería abrir los ojos. Me quedo así unos segundos, quieta, intentando reconocer dónde estoy, y me toma un momento recordar que no estoy en mi casa, que esta cama inmensa y demasiado suave no es la mía, que el silencio tan pulcro y tan ordenado tampoco pertenece a mi vida cotidiana. Estoy en la mansión de Christopher. En su mundo. En ese territorio que alguna vez imaginé compartir y que terminó existiendo solo sin mí.
Max debe seguir dormido en la habitación contigua. El recuerdo de la noche anterior —yo llorando, temblando frente a la ventana, la nube interminable de reporteros, los flashes rompiendo la poca estabilidad que había logrado sostener— vuelve a mí como un golpe suave pero insistente. Y después, la rapidez con la que Christopher actuó. Cómo tomó las llaves. Cóm