Daniel apoyó la cabeza contra el asiento del coche, cerrando los ojos un momento para alejar el dolor de cabeza que le latía en las sienes después de la intensa reunión con Olivia. Arrancó el motor y condujo hacia su casa. Pero justo al girar hacia el barrio residencial, algo llamó su atención y tuvo que frenar de golpe.
Una niña caminaba sola al lado de la carretera. Su cabello estaba despeinado, la ropa arrugada, y sus pasos inseguros, como si llevara mucho tiempo caminando.
—¿Eliana? —murmuró Daniel, incrédulo. Se detuvo, abrió rápidamente la puerta y salió del coche.
—¡Eliana! —la llamó mientras trotaba hacia ella—. ¿Qué haces aquí a esta hora? ¡Ya casi es medianoche!
Eliana se detuvo. Sus ojos grandes y usualmente brillantes estaban hinchados por el llanto, su cara cubierta de polvo, y abrazaba con fuerza una muñeca vieja.
—Tío Daniel... —su voz se quebró, ronca y débil, como si hubiera estado llorando por horas.
Daniel se arrodilló frente a ella. —¿Qué pasó? ¿Dónde está Hunter?