El silencio tras la partida de Jackson y Bastián se rompió con el crujido de la puerta. El sanador de la manada entró apresurado, cargando su bolsa de cuero llena de frascos y hierbas. Su mirada recorrió la cabaña, notando los destrozos, pero no preguntó nada. La prioridad era el alfa.
—Alfa Adrián —dijo inclinando la cabeza—, necesito que se siente.
Adrián apenas asintió. Pero con ayuda de Emili subieron a su habitación.
El cansancio y el dolor empezaban a pesarle ahora que la adrenalina de la pelea se desvanecía. Se dejó guiar hasta su cama. Emili no se apartó de su lado ni un segundo. Su mano permanecía entrelazada con la de él, como si soltarla pudiera significar perderlo otra vez.
El sanador trabajó rápido: limpió las heridas, aplicó ungüentos y cerró cortes con precisión. Cada vez que Adrián contenía un gruñido de dolor, Emili apretaba más su mano, como si pudiera absorber parte del sufrimiento.
—Las heridas sanarán en unos días, alfa —explicó el sanador mientras recogía sus c