Se había alejado. Dioses, lo había hecho.
La puerta aún temblaba sobre las bisagras rotas detrás de él, gimiendo por la fuerza de su retirada. Pero ninguna distancia era suficiente. No cuando su aroma aún se aferraba a su piel como humo. No cuando su voz aún resonaba dentro de su cráneo. No cuando el sabor de su nombre aún se sentaba como fuego en su lengua.
Ella estaba en sus pulmones. Su sangre.
Sus huesos.
Caminó por el pasillo fuera de sus aposentos, cada paso una batalla entre el instinto y la moderación. Se frotó la cara con la mano, áspera por el sudor y la desesperación. Su corazón latía con fuerza contra sus costillas como algo enjaulado, salvaje, presa del pánico, aullando por liberación.
Se había dicho a sí mismo que se mantuviera alejado.
Se lo había prometido.
Pero que los dioses lo ayudaran, todavía podía sentirla. La respiración suave y entrecortada que había emitido cuando él se apartó de ella. La forma en que su cuerpo se había inclinado en las cadenas, no por miedo,