Cuando Atenea despertó, el mundo estaba en silencio.
Una quietud espesa y amortiguada cubría la habitación, como el silencio después de una tormenta. Una luz suave se filtraba a través de las cortinas del balcón, volviendo el aire plateado y frío.
Atenea yacía inmóvil, envuelta en una maraña de sábanas que olían a pino, acero... y a él.
Ragnar.
El aroma se le pegaba a la piel. Contuvo la respiración incluso antes de abrir los ojos.
El dolor en su cuerpo no era solo de la noche anterior; era más profundo. Persistente. Como si le hubieran quitado algo sagrado... o le hubieran dado. Sus músculos palpitaban con una lenta y dolorosa molestia, no por dolor, sino por la forma en que sus extremidades se habían enroscado con tanta fuerza alrededor de alguien a quien no sabía cómo soltar.
La cama era grande. Y vacía.
Él se había ido.
Sus ojos se abrieron lentamente, sus pestañas rozando la piel húmeda. Parpadeó hacia el techo y, durante un largo instante, no pudo moverse. Su cuerpo se negaba a