Atenea estaba en su habitación. No había salido en los últimos dos días.
Le hervía la sangre al pensar en Ragnar y en la forma en que la besaba con fuerza de nuevo. Ese bastardo. Todavía podía sentir sus labios sobre los suyos como si quisiera comérsela viva.
Odiaba el hecho de que sus pensamientos consumieran gran parte de su tiempo, y en todos esos segundos, solo quería erradicar su existencia de la tierra.
Atenea no comió nada ayer porque tenía ganas de vomitar. Se había bañado al menos siete veces en los últimos dos días, pero no importaba lo que hiciera, su olor y su tacto no desaparecían.
Pero estaba bien. Él era el rey. Tenía el control del poder por ahora, pero estaba bien porque los cambios de poder eran la mayor traición en este universo. Puede que sea el rey hoy, pero ¿quién ha prometido el mañana?
Nadie. Incluso los líderes más fuertes caen, y cuando él caiga, ella se vengará y aniquilará su linaje.
El palacio se había quedado en silencio, pero Atenea podía sentir su puls