Algo entre Jules y Alec comienza a tomar forma. Una tensión empieza a crecer, una que, desde que se habían visto en la estación no había salido a relucir y, por primera vez, ella reconocía al hombre que tenía en frente como al que había conocido apenas veinticuatro horas antes.
Una sonrisa pícara se extiende en el rostro de él mientras la observa fijamente. Mirada contra mirada, como si estuviese viendo el fondo de su alma en sus ojos. Verde contra marrón, vegetación contra roca, esmeralda contra ónix. Alec se aclara la garganta y es el primero en romper el silencio entre ambos. —Así que… reglas —y justo así, vuelve a ponerse serio y la magia desaparece de inmediato— Tienes todas las instrucciones que le di a Tabitha. Solo síguelas y no improvises, por favor. Necesitarás mi permiso antes de traer a cualquier invitado a las instalaciones. —Me parece bien. Tampoco es que conozca a la gente de la zona, aparte de ustedes, claro —ella le responde con su voz de ejecutiva. Si él iba a poner distancia entre ellos, ella le facilitaría las cosas. No iba a estar mendigando migajas del hombre que creyó conocer el día anterior. Por más ganas que tuviera de preguntarle qué le estaba pasando, si había jugado con ella para llevarla a la cama, o si algo de lo que hablaron fue real, no lo iba a hacer. No le daría el gusto al que probablemente solo fuera un hombre millonario, ridículo y con aire de grandeza más. Alec asiente y cruza sus brazos, lanzándole de nuevo una mirada penetrante con un brillo de diversión. —Una regla más: no habrá confraternización romántica con ninguno de mis asociados… o conmigo —hace una pequeña pausa—¿Eso será un problema? —No, en lo absoluto ¿Por qué lo preguntas? Esta vez, la arrogancia que desprendía Alec se pierde y parece incómodo ante la seguridad con la que ella le ha respondido y, por primera vez, pierde el contacto visual. —Por nada, solo quería asegurarme —ella ve un destello en los ojos de él que le recuerdan a Charleston, hasta que parpadea y vuelve a ser su jefe— Ahora te mostraré el yate. Antes de que Jules pueda moverse, una ráfaga de viento hace que el yate se mueva peligrosamente. Por un momento, ella pierde el equilibrio y, cuando está a punto de caer, siente un agarre fuerte y estable en su cintura. —¡Mon Dieu, ten cuidado! —le dice él poniéndola de nuevo en pie e, inmediatamente, la suelta, como si su piel lo quemara. —Lo siento, fue el movimiento del barco. —Debes tomarte las cosas con calma hasta que te acostumbres a mantener el equilibrio. La próxima vez, puede que no esté para ayudarte. Jules se frota distraída la parte de la cintura donde Alec la tocó. Los ojos de él siguen el movimiento y luego se apartan. —Por supuesto, la próxima vez le diré a mi cuerpo que no se tambalee cuando el yate se mueva como si estuviera en medio de una tormenta para que mi jefe no tenga que volver a sostenerme. No se preocupe, señor Leduc, no volverá a suceder. La ironía se escapa de las palabras de ella, destilando veneno, algo que, contrario a lo que ella esperaba, lo hace sonreír. Como si no acabara de decir algo, él la ignora y le indica con un movimiento de la cabeza que la siga. —Ven, te mostraré la cubierta posterior. La cubierta tiene una luminosa piscina de color turquesa, rodeada de sillas playeras. Alec completa la vista, mirando por encima de la barandilla con el viento agitando ligeramente su espesa cabellera. Su atuendo es la imagen relajada de la elegancia francesa, pero, en cambio, su postura es tensa. —Este es uno de los lugares preferidos de Dauphine, probablemente pasarás gran parte del tiempo aquí con ella. Por un momento, a Jules se le olvida que está molesto y que su jefe está siendo otro patán más del montón cuando ve el lugar. —Puedo entender por qué le gusta tanto, es hermoso. Alec gira su cabeza y la mira. Su fuerte mandíbula tiembla ligeramente cuando la tensa con un poco más de fuerza de la necesaria. —Sí… hermoso. Jules vuelve a sentir esa tensión y, su cabeza está a punto de volverla loca. O aclara todo, o no podrá estar tranquila el tiempo que esté ahí. Uno de los dos debe dignarse a poner las cartas sobre la mesa, y, como él no parece dispuesto a hacerlo, pues es ella quien toma la iniciativa. —¿Podemos dejar de fingir?...