Desde que Elisa se mudó, Diego se volcó por completo en ella.
Y yo... terminé convertida en una sombra, alguien invisible en su vida.
Esa noche se apagó la última esperanza que me quedaba.
Una madrugada bajé a la cocina por agua y escuché la voz de Elisa desde la habitación de huéspedes.
—Diego, últimamente no logro dormir bien.
Él respondió enseguida, preocupado:
—¿Qué pasa? ¿Te sientes mal?
—El bebé se mueve tanto que no consigo descansar... escuché que el collar de cristal de tu familia ayuda a conciliar el sueño. ¿Podrías pedírselo a Celia? —susurró, con falsa tranquilidad.
Diego se quedó callado, como midiendo sus palabras. Luego respondió con suavidad:
—¿Quieres que te lo preste? Está bien. Mañana se lo pido a Celia y te lo devuelvo cuando nazca el bebé.
Sentí que un cuchillo me atravesaba el pecho.
Ese collar no era un adorno cualquiera: era el símbolo de la dueña de la familia Silva. El día de nuestra boda, Diego me lo puso en el cuello jurándome que siempre sería mío, porque yo era la única mujer de su vida.
Y ahora estaba dispuesto a entregárselo a otra.
Me tapé la boca para no soltar el llanto.
Pero el crujido del suelo me delató y Diego abrió la puerta, paralizado al verme.
—Celia... ¿por qué no estás dormida?
—Bajé por agua. ¿Elisa quiere mi collar? —pregunté con frialdad.
Bajó la mirada, incómodo.
—Solo será por un tiempo. Cuando el bebé nazca, volverá a ser tuyo, lo prometo.
Asentí, tragando el dolor.
—Está bien... pero tengo una condición.
Diego sonrió, aliviado, e intentó abrazarme.
—Celia, eres tan comprensiva. Cuando Elisa dé a luz, voy a...
El olor a Elisa impregnado en su ropa me revolvió el estómago. Me aparté bruscamente.
Diego dudó un momento antes de continuar:
—Cuando Elisa dé a luz, voy a compensarte. Tú siempre vas a ser mi esposa. El lugar de la dueña de esta casa es tuyo, y nadie te lo va a quitar.
Subí las escaleras y regresé con unos documentos. Los puse frente a él.
—Aquí está mi condición.
Diego apenas los hojeó; creyó que eran papeles de negocios, y firmó sin levantar la vista.
—Está bien, compra lo que quieras, yo me encargo de pagar.
Entonces me quité el collar y se lo entregué con calma.
—Ya lo firmaste. Aquí tienes el collar. Que Elisa lo use cuanto quiera.
Diego lo tomó, pero su mano tembló. Me miró, con un destello de dolor, pero al final no dijo nada. Se dio la vuelta y entró en la habitación de Elisa.
—¡Diego, ¿lo conseguiste?! —exclamó ella, radiante—. Sabía que nunca me fallarías... eres el único en quien puedo confiar.
Me quedé de pie junto a la ventana. El frío de la noche se mezclaba con el vacío que sentía dentro.
Mañana... dejaré atrás esta casa y al hombre que ya no me pertenece.