Capítulo 6
Esa noche, Diego volvió temprano a la habitación principal. Intentó abrazarme por la espalda, como siempre, como si nada hubiera pasado, pero me quedé inmóvil, fingiendo dormir. El silencio pesaba entre nosotros.

Cuando sonó una llamada de Elisa, se levantó de inmediato y salió sin mirar atrás.

A la mañana siguiente, abrí los ojos y a mi lado no había nadie.

Bajé con la maleta en la mano.

En la sala, Diego estaba sentado junto a Elisa, inclinándose hacia ella con ternura mientras le daba sopa.

Al verme, se puso de pie de un salto, nervioso:

—Celia, ¿ya despertaste? No pienses mal. Elisa no tenía apetito y le preparé un poco de sopa para que se sintiera mejor.

Asentí con frialdad y fui directo a la puerta.

En cuanto Diego vio la maleta, su expresión se endureció al instante y me la quitó de las manos con brusquedad.

—¡Celia! ¿De verdad te vas a largar por esto? ¡Ya basta de rencores! Elisa está sola, no tiene a nadie... ¿qué quieres que haga, que la deje tirada? Claro que tengo que cuidarla un poco.

Guardé silencio, pero eso solo encendió más su furia.

—¡Celia, ya te lo expliqué, Elisa solo está de paso! ¡Deja de celarla!

Con un grito, levantó la maleta y la estrelló contra el suelo.

El golpe retumbó en la sala. Me cubrí el vientre, temblando.

Al verlo, un destello de arrepentimiento cruzó fugazmente su rostro. Pero antes de que pudiera decir algo, Elisa apareció con el cuenco en las manos.

—Celia, no te enojes, fue culpa mía —dijo con dulzura, tendiéndome el tazón—. Esta sopa es buena para el cuerpo, deberías probarla.

Al acercarlo, vi la marca de su labial en el borde. Un nudo me apretó el pecho. Apenas aparté su mano y el cuenco se hizo pedazos contra el suelo.

—¡Basta! ¡No lo necesito!

—¡Ay, me quemé, Diego, duele...! —exclamó Elisa, mostrando apenas una mancha roja en la piel.

Diego corrió enseguida hacia ella, la sostuvo entre sus brazos y me gritó con furia:

—¡Celia, eres increíble! ¡Elisa intenta llevarse bien contigo y tú solo sabes lastimarla! ¡Quédate aquí y piensa en lo que haces!

Me agarró con fuerza, intentando encerrarme en el cuarto de herramientas.

—¡Ahhh! —grité, mientras las lágrimas me corrían sin control.

Me resistí, desesperada, y en la lucha choqué contra la mesa del comedor.

La sopa hirviendo se volcó sobre mis piernas y un dolor abrasador me atravesó como fuego vivo. Me desplomé en el suelo, temblando.

Diego, aterrado, buscó agua fría. Con las manos temblorosas marcó emergencias:

—No quería hacerte daño, si no te hubieras resistido... aguanta, por favor...

Se inclinó hacia mí, pero la voz de Elisa lo interrumpió desde el pasillo:

—Diego, me duele el vientre, ven, ayúdame...

El rostro de Diego cambió al instante. Me soltó sin mirarme y corrió hacia ella.

—La ambulancia ya viene... voy a ver qué le pasa a Elisa...

—¡Diego, el bebé! ¡Algo le pasa al bebé! —grité con lo poco que me quedaba de fuerza.

Pero él, sin ver la sangre que se extendía por el suelo, respondió con dureza:

—¡No intentes manipularme con eso! Conmigo esos trucos no sirven.

Y se fue, cargando a Elisa en brazos.

Me quedé tirada, el dolor me arrancaba el aire. Con los dedos entumecidos y la vista nublada, alcancé a marcar al 911 antes de que todo se volviera oscuro.
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