Oliver tenía un aire de chico sofisticado. Era una extraña mezcla de vagabundo por su ropa, pero chico adinerado por su rostro.
Lía quería ahogarlo a preguntas, pero le dolía todo el cuerpo por aquel dramático golpe.
Quería dejar de mirarlo, sabía que le incomodaba que lo viera tan fijamente, pero se le hacía imposible, tenía un rostro muy perfecto, de esos que le gustaba dibujar en sus historietas.
Y cocinaba rico. Había fritado las salchichas antes de echarlas a la sopa, así que se sentía mucho el sabor. Y limpió el apartamento, podía oler el desinfectante de lavanda. ¿Cómo pudo hacer tantas cosas mientras ella dormía?
Si su hermana se enteraba que tenía a un chico guapo viviendo en el departamento, la iba a matar. No, sería peor si Amanda se enteraba que el chico que había llamado vagabundo ahora vivía en su departamento.
Pero por alguna razón que no podía explicar, se sentía mejor desde que le permitió a Oliver quedarse en el departamento. Mientras veía el diluvio que caía allá afuera, entendía que le iba a pesar la conciencia si lo dejaba dormir en la calle.
—Tengo una ropa que le pertenece al esposo de mi hermana —le dijo cuando terminaron de cenar—. Creo que puede quedarte. Él no es tan alto como tú, pero creo que te quedará. Puedes ponerte esa ropa y lavar la que tienes puesta.
Oliver aceptó gustoso. Empezaba a conocerlo, parecía que no le gustaba la suciedad, tal vez y era maniático de la limpieza.
Cuando lo vio bañado y vestido con un pantalón de lana gris y camisa negra, le pareció que se vea más decente, aunque el pantalón le quedara zancón. Se veía más… típico chico que tiene casa, o sea, decente.
Oliver no hablaba nada. Había que sacarle las palabras. Pero le parecía sumamente amable; a lo mejor era su forma de agradecerle que le diera un techo.
Lía lo dejó en la sala con una manta y una almohada, le informó que estaría trabajando y se encerró en su cuarto de estudio. Mientras dibujaba, a la mente le llegaban preguntas sobre quién era Oliver: ¿tendría novia?, ¿era huérfano?, ¿quién era ese hombre con el que peleó?, ¿cuánto fue el dinero que perdió?, ¿cómo terminó viviendo en la calle?
Sabía que debía hablar con Oliver, conocerlo un poco más, pero le daría su espacio. Su mirada se lo informaba, estaba cansado de la vida, al borde del precipicio; Oliver necesitaba un descanso de su atormentada vida, y ese era el trabajo que ella tenía en ese momento.
Se despertó al día siguiente, alzando la cabeza de la mesa de escritorio. Olía a huevos revueltos y café. Automáticamente recordó que Oliver había comprado un cartón de huevos la noche anterior. La boca se le hizo agua.
Al levantarse sintió el dolor en la rodilla y la sensibilidad en el labio. Tenía los hombros entumecidos y un cansancio que le informaba que, aunque había dormido, no logró descansar.
Fantaseaba con un masaje. Un masaje por todo su cuerpo. Un masaje hecho por unas manos grandes, como de hombre…
Salió del cuarto de estudio y se acercó a la cocina. Le pareció raro encontrar una silueta varonil ir de un lado a otro, emplatando unos huevos revueltos. Entonces Oliver volteó a verle y la barrió de pies a cabeza.
—Buenos días —la saludó.
¿Qué había sido esa mirada? ¿Tan fea se veía?
Pasó una mano por su cabello, intentando peinarlo hacia atrás y echando una rápida pasaba por su flequillo.
—Buenos días —saludó ella.
Se había ruborizado. Ese era el problema de tener visitas, no podía estar en fachas; pero Oliver no era una visita, ahora se había convertido en su compañero de cuarto. Era extraño ser consciente que pasó de vivir sola y ser una paria social para terminar viviendo con un hombre que encima, era guapísimo.
Mientras se sentaban a desayunar, se preguntó si él tenía la costumbre de cocinar. Y mientras masticaba los huevos, por un momento se sintió perder en el iris gateado de Oliver.
No podía dejar de verle, su mente quería aprenderse todos los pequeños detalles de la cara de aquel guapo hombre. Nariz fileña, labios rosados, pestañas de un castaño oscuro; la raíz de su cabello era castaño oscuro, pero se aclaraba en las puntas; piel perfecta, era de cutis limpio, seguro y en su adolescencia no sufrió de acné.
—¿Te sientes mejor de los golpes? —le preguntó él.
Lía parpadeó dos veces, bajando la mirada a sus huevos y las torrejas de pan. ¿Cuándo había sido la última vez que desayunó decentemente? En la casa de la abuela, el mes pasado.
—Sí, mucho mejor —contestó.
—¿Pasaste la noche trabajando?
—Sí.
—¿En qué trabajas?
—Soy historietista —respondió Lía.
Oliver la quedó observando con curiosidad. A ella le impresionaba lo mucho que podía decir su mirada, era como si pudiese leerle el alma.
—¿Y en qué trabajas ahora? —le preguntó cuando dejó de verla, como si ya hubiese descifrado todo con su mirada y prefiriera guardarse sus conclusiones para él solo.
Lía le contó un poco sobre su trabajo, la editorial con la que publicaba sus historietas y lo que le cansaba que le eliminaran muchas partes importantes. Se quejó de que a su última historia el editor le cambió el título porque le pareció “poco atractivo”.
Se desahogó diciendo que tenía poco tiempo para vivir su vida y los muchos bloqueos mentales que estaba teniendo últimamente.
Y le gustó hablar con él. Oliver de verdad la estaba escuchando atentamente, no era como Amanda que movía la cabeza a modo de aprobación para fingir que le prestaba atención, cuando no era así, porque no dejaba de ver su celular. Oliver era diferente, la hacía sentir que todo estaba bien, que la entendía, que no era una loca ansiosa que se quejaba de todo.
Lo siguió mientras él lavaba los platos y limpiaba el mesón de mármol. Después le iba contando su lamentable vida mientras Oliver echaba a lavar la única ropa que tenía de su talla: con la que había llegado al apartamento. Y entonces Lía hizo nota mental mientras hablaba de comprarle alguna ropa cuando pasara por el supermercado.
Pudieron conversar de cosas casuales aquella mañana como, por ejemplo, el mundo de una artista. Oliver le aconsejó que durmiera de verdad, que eso le ayudaría para la imaginación. No le decía nada nuevo, pero al menos la reconfortaba el poder ser escuchada.
Y le gustaba que por momentos Oliver le sonreía, porque sí, esas sonrisas eran para ella. Sonreía con toda la cara, entornando los ojos.
Era demasiado lindo. Pero no lindo físicamente, sino de personalidad. No le parecía tierno, sino amable, como un atardecer; amable como descansar bajo un frondoso árbol en un día soleado.
Y Lía se sintió tan bien a su lado que le pareció que hicieron clic. Le daba la sensación de que era un viejo amigo que llegó a visitarle después de muchos años. Como si lo conociera de alguna vida pasada.
Se dio cuenta que no había tenido una conversación real en mucho tiempo. Aunque seguía siendo consciente de que Oliver no le había contado nada de su vida, como el por qué había estado peleando en frente de aquel edificio, pero supuso que era un tema difícil para él.
Empezó a generar un miedo por hacerle daño a Oliver. Era un hombre que pasaba por mucho en ese momento. Se sentía como si estuviera cargando una caja de copas de vidrio e intentara bajar unas escaleras empinadas. Debía tratarlo con sumo cuidado.
Prefirió hacerle preguntas tipo:
—¿Cuáles son tus apellidos?
—Foster de Laverde —le respondía él.
—¿Foster como el senador Foster? —preguntaba ella.
—Sí, es mi padre.
Y ahí era donde Lía recordaba las copas de vidrio.
¿Por qué no le pides ayuda? Le quiso preguntar, sin embargo, le pareció algo estúpido, pues, por alguna razón Oliver prefería dormir en la calle antes que recurrir a su adinerado padre.
Oliver le ayudó a organizar su cuarto de estudio, le dijo que había un olor en aquel lugar, pero no especificó cuál. Así logró darse cuenta de que era un maniático de la limpieza.
No lo volvió a ver hasta a medio día, cuando le dijo que había preparado el almuerzo. Lía pasó el resto de la mañana trabajando en su cuarto de estudio, curiosamente se sintió colmada de ideas después de hablar con su nuevo compañero.
Olivier había vuelto a preparar sopa instantánea y Lía se preguntó si él se sentía incómodo con la limitada variedad de comida que ella tenía.
—Puedes comprar comida, si quieres —le sugirió—. Tienes la libertad para hacerlo.
Prefería decirle que no cocinara, que no era necesario, pero notaba que Oliver necesitaba sentirse útil. Por alguna razón que no entendía, seguramente porque no conocía su pasado, Oliver era de esos hombres que necesitaban tener todo bajo control. Y si le decía que no hiciera nada en el apartamento, se iba a volver loco.
Oliver aceptó y le preguntó que si quería que trajera algo del supermercado. Ella se limitó a pedir helado.
No le preocupaba que Oliver le robara dinero. Le daba la sensación de que era de esos hombres que tenían ideales. Además, si le robaba, simplemente lo echaba del departamento y ya.
Intercambiaron números. Oliver tenía un celular. Se sintió mal al recordarlo hablando por teléfono, cuando lloraba desconsoladamente.
Le entristecía que Oliver tuviera un celular. No por el hecho de que él tuviera uno, sino porque… ¿qué tan solo debía estar para no llamar a un amigo que pudiese ayudarlo? Y también por el hecho de que, cuando seguramente pidió ayuda, alguien al otro lado de la línea decidió ignorarlo.
Mientras estaba dibujando y Oliver le envió una foto de unos potes de helado, Lía empezó a llorar. Lloró por varios minutos, teniendo que dejar de dibujar para calmar la fuga de emociones.
Tenía fresco el recuerdo de Oliver bajo la lluvia con aquella mirada triste. Y también lo recordaba sentado en la banca, observando el cielo con preocupación.
Lía trataba de limpiarse las lágrimas con las manos, pero volvían a emerger con rapidez. Tomó el celular y le envió un mensaje: “Comamos helado de fresa”.
Comamos. No un tráeme o elijo, sino, comamos.
Aquella noche cenaron unos sándwiches con ración extra de queso mientras veían una película en la habitación de Lía y comieron helado, mucho helado.
Notó que Oliver se veía sumamente triste, aunque intentaba disimularlo. Su mirada seguía teniendo aquel semblante de la primera vez que lo vio bajo la lluvia. Deseaba hacer algo por él.
Dios, cómo le afectaba el sentirse impotente por no poder hacer más por Oliver.
Lía decidió dormir en la habitación. A mitad de la noche se despertó para ir al baño y logró escuchar unos sollozos provenientes de la sala.