Tuvo que hacer dos viajes para poder traer sus cosas y en la última ya había comenzado a caer unas gordas gotas. Así que al llegar y sentarse en un puff que era casi idéntico al color de la pared, se puso a secar algunos papeles con las manos.
Intentaba no verla, era extraño saber que iba a pasar la noche en su departamento. Aunque le agradaba escuchar la lluvia y saber que no iba a pasar frío, al menos, no por esa noche.
Se dio cuenta que no sabía cómo se llamaba la chica. Y parecía que ella no tenía intención de conversar, estaba tirada en el mueble, con los labios entreabiertos, como si estuviese teniendo una crisis existencial.
Debía de estar pasando el malestar del golpe. Y debía dolerle mucho si no se había dignado a buscar algo para limpiar su rodilla ensangrentada.
Ver a un adulto caerse era algo que impresionaba, los golpes se veían más dramáticos.
La barrió de pies a cabeza. Era sumamente delgada, con una piel pálida, casi anémica, tenía unas enormes ojeras y llevaba el cabello amarrado en una coleta que alguna vez pudo haber estado peinada, pero quién sabía cuándo. Aunque en su defensa, usaba un vestido azul de tiras que era bonito. Al menos tenía buen gusto.
La vio intentar palparse el labio con la lengua y terminó dando un respingo.
—¿Por qué no te curas las heridas? —le preguntó, le ponía ansioso verla en ese estado, sentía que podía quebrarse en cualquier momento, es que estaba tan delgada.
Volteó a verlo. Y con la luz grisácea que entraba por el balcón le pareció que se veía aún más pálida.
—Ahorita se me pasa —le soltó la chica.
Oliver no pudo evitar el negar con la cabeza, lleno de decepción.
Tenía hambre. Y no le importaría comer una sopa instantánea. Es más, estaba fantaseando con las salchichas que sabía que ella había comprado.
—Creo que me disloqué la rodilla —comentó la joven.
—¿Dónde tienes el botiquín?
—¿Cuál botiquín?
—Donde guardas las gasas y esas cosas —le aclaró, pero notó que lo seguía mirando como si no supiera nada—. ¿Al menos tienes agua oxigenada y algodón?
—No.
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A lo mejor y era una chica confianzuda, de esas que no sabes cómo han sobrevivido al vivir con la mente en otra parte.
Oliver tuvo que ir a la farmacia a comprar medicamentos para curarle las heridas. Cuando le dijo, ella le señaló la cartera que estaba en la mesita de centro. Y no le importó que él la abriera y le sacara dinero.
No sabía cómo se llamaba la chica, pero ya sabía cuánto dinero guardaba en la cartera y también qué tarjetas de crédito manejaba.
Y ahí estaba, curándole las heridas. Ella se quejaba como niña. Y lloraba.
¿Qué edad tenía? No debía superar los veinte, si a lo mucho. Se veía sumamente joven. Y su forma infantil de comportarse no le ayudaba en lo absoluto.
Tuvo que regañarla para que se quedara quieta y le permitiera desinfectarle la rodilla. Ella le hizo un puchero y se aguantó el dolor.
Terminó nuevamente tirada en el mueble, esta vez quejándose del dolor.
Oliver después de dos horas, sintiéndose incómodo sin hacer nada, se dirigió a la cocina y empezó a organizar las cosas que ella había comprado.
Su conversación entonces fue de:
—¿Dónde colocas los panes?
—En la estantería de arriba.
—¿En cuál de todos los cajones?
—En el que sea.
Y cuando revisó la nevera, no le sorprendió el encontrarla vacía, con apenas un yogurt caducado que se tomó el atrevimiento de echarlo a la basura.
Dios mío, ¿esa chica cómo sobrevivía?
Volteó a verla.
¿Y en qué trabajaba para manejar tanto dinero en efectivo?
Le echó una mirada a una habitación que tenía la puerta entreabierta. Parecía ser una oficina.
Había un olor que le estaba fastidiando. Sabía que él no olía bien, le hacía falta un baño. Pero encontraba en el apartamento otro olor, uno que era más de comida podrida.
Cuando se acercó a la sala, la encontró dormida, tal vez la noqueó el analgésico que le dio para que se le calmara el dolor de espalda del que tanto se quejaba.
Y como empezaba a darse cuenta de que su siesta iba para largo, se tomó el atrevimiento de hacer sopa instantánea.
Cuando estuvo la sopa y se sentó en el pequeño comedor que estaba en una esquina de la sala, se sintió incómodo y le sirvió un poco a la chica. Era su apartamento y su comida, a fin de cuentas.
Le sorprendió cuando la vio despertarse con el olor de la comida. Le dio la impresión de que había resucitado gracias al olor.
Se acercó cojeando a la mesa y se sentó frente a la taza que él le había servido.
—Ay, qué rico —soltó ella y empezó no a comer, sino a devorar la sopa. Se quejaba de su labio, de que le dolía, pero ni el dolor le hizo detenerse.
Oliver se preguntaba quién era realmente el vagabundo, ¿él o ella?
—¿Cómo te llamas? —le preguntó, por fin.
—¿No te lo había dicho? —inquirió ella aún con pasta en la boca. Pero no esperó a que le contestara—. Me llamo Lía. ¿Y tú? No puedo llamarte siempre el chico de la maleta.
Su maleta. Su ropa… ¿Dónde habría acabado? Seguro en un contenedor de basura…
—Oliver —contestó sin más.
—Mucho gusto, Oliver Chico de la Maleta —soltó Lía y le mostró una enorme sonrisa.
Respingó con sorpresa las cejas cuando notó que se veía hermosa al sonreír, aunque tuviera esas enormes ojeras y el labio inferior magullado. Lía era hermosa.