89. No todos están contigo, Névara.
Nunca supe cuántos juramentos podían romperse en una sola noche hasta que vi la forma en que los ojos de los míos evitaban los míos, desviándose como si mi mirada fuera un hierro al rojo que no podían sostener, y sin embargo, detrás de cada pestañeo había un destello breve de cálculo, un latido de algo que no era solo miedo, sino esa mezcla indecente de ambición y culpa que reconoce el filo de la oportunidad cuando lo huele en el aire. El eco, mi eco —o lo que algunos aún se atrevían a llamar “el niño”— había hecho más que dividirnos: había abierto una grieta invisible que corría por las paredes, los pasillos y hasta las camas de nuestro santuario, y en esa grieta se metían las voces falsas, los dedos sucios y las promesas que nunca se cumplen sin cobrar antes su precio.
—No todos están contigo, Névara —me dijo Meira esa mañana, sin mirarme, mientras se trenzaba el cabello con esa paciencia cruel de quien sabe que el gesto distraído es un arma.
—Nunca lo han estado —respondí, pero el