77. Cenizas suaves sobre el lecho vacío.
El amanecer se arrastra sobre las ruinas como una herida mal cerrada, filtrándose tímidamente entre las piedras partidas, los muros vencidos y el polvo que todavía flota en el aire como si se resistiera a caer. Me despierto con la piel aún impregnada del recuerdo de la batalla, con la sensación áspera de un filo invisible que me recorre de dentro hacia afuera, recordándome que he sobrevivido, aunque no sé con qué parte de mí. El santuario yace despojado de su sagrado silencio, convertido ahora en un cuerpo roto, con las columnas derrumbadas y los símbolos ardidos en hollín, y cada rincón parece custodiar un lamento mudo que pesa sobre mi pecho como una losa de plomo imposible de apartar.
No hay señales del Forastero, ni del eco de sus pasos; se ha desvanecido sin dejar huella, como humo que escapa entre los dedos, como si nunca hubiera estado con nosotros. Meira permanece en un rincón, envuelta en un sopor inquieto, viva todavía, aunque lo que la hiere no es visible: no son cortes ni