28. Llama en la sombra.
El pasillo se extiende ante mí con un olor que me atraviesa como cuchillas: incienso rancio que intenta purificar la maldad, sangre seca que todavía recuerda golpes y heridas, fluidos que no llevan deseo, sino imposición, sumisión, abandono. Gemidos se escapan detrás de algunas puertas, ecos fragmentados de cuerpos que claman sin saber que nadie los escuchará. Pero yo no los busco por sonido, los busco por eco, por resonancia en la piel, por la vibración que se filtra a través de los muros hasta mi vientre. Y la siento.
La encuentro en la última celda, húmeda, encogida sobre sí misma como si quisiera desaparecer dentro de su propio cuerpo, como si el mundo entero la hubiera devorado y le hubiese quedado solo un fragmento para sostener. La piel, pálida bajo la tenue luz que se cuela por los barrotes, está marcada por años de violencia: algunas heridas recientes, otras cicatrices que parecen tatuajes impuestos, ríos y costuras de dolor que hablan de noches interminables de explotación y