274. A solas siempre hay un precio.
La noche cae como una seda húmeda sobre el palacio, y el eco de las últimas voces del consejo se disuelve en los pasillos, dejando tras de sí el olor del incienso y del hierro, el rastro invisible de las decisiones que no se dicen en voz alta.
Yo permanezco en el salón vacío, de pie junto a la gran ventana abierta, mientras el aire trae desde los jardines el murmullo de las fuentes y el aroma de las flores nocturnas. Mis dedos juegan con el borde de una copa de vino, dibujando un círculo lento sobre el cristal, como si pudiera atrapar en ese movimiento todo lo que intento no pensar.
Escucho los pasos antes de verlo. Son firmes, medidos, pesados como los pensamientos de un hombre que carga demasiado en silencio. No necesito girarme para saber que es él. El caballero. El único que entra sin anunciarse, como si las puertas supieran abrirse solas ante su sombra.
—Névara —dice, y su voz tiene ese tono grave que no sé si nace del deseo o del remordimiento.
—Pensé que te habías ido con los d