248. La loba del veneno y del deseo.
El palacio huele a incienso espeso y a miedo contenido, y mientras camino por los corredores con paso lento, arrastrando el roce de mis faldas contra las piedras pulidas, siento que todas las miradas que me siguen no saben si inclinarse en respeto o apartarse con recelo, porque esta noche el conspirador ha muerto y aunque nadie me lo dice en voz alta, todos sospechan que mis manos, o mi boca, o mi piel han sido las que sirvieron de copa envenenada.
Entro en mis aposentos sin volverme hacia quienes cuchichean en la penumbra, y dejo que la puerta se cierre a mis espaldas con un golpe suave, casi íntimo, como si el palacio mismo quisiera encerrarme en sus secretos; me quito las joyas con lentitud, una a una, y cada piedra que cae sobre la mesa parece un recordatorio de que la riqueza nunca brilla tanto como la sangre fresca en la memoria de los cortesanos.
—Así que se ha ido —dice una voz grave detrás de mí, y al girarme lo veo—, el emisario, apoyado contra el marco de la puerta, con los