18. La que arde sola.
No sé con certeza cuánto tiempo ha pasado desde que el silencio se convirtió en mi única compañía; quizás han sido días, tal vez semanas, o tal vez una eternidad suspendida en el aliento espeso y lento del encierro, una eternidad que parece latir con el mismo compás que mi respiración cansada, en un lugar donde el tiempo no avanza, sino que se enrosca sobre sí mismo como una serpiente dormida. El cuerpo duele, no por un golpe reciente, sino por la acumulación de todo lo que ha tenido que sostener, de todo lo que ya no quiere quedarse y, sin embargo, se aferra a los huesos como una sombra tenaz. La celda está húmeda, las paredes de piedra exudan un sudor frío que huele a moho, y el aire es tan denso que a veces creo que lo que respiro no es oxígeno, sino un polvo de ceniza fina que se posa en mi lengua y me recuerda que estoy viva, pero de la peor manera.
Sin embargo, lo que más pesa aquí no es la piedra que me rodea ni el hierro que me ata. Es la ausencia de él.
Derek.
A veces, cuando