135. Reina de cenizas.
Despierto aún con el sabor metálico de la sangre en mis labios, aunque sé que no es mía, ni siquiera del espía cuyo último aliento se confundió con mi gemido más oscuro; es el sabor de la traición que me arde en la garganta, de la decisión que me parte en dos y que, sin embargo, me sostiene erguida en este suelo que tiembla, porque ahora el eco se ha desatado y no hay ejército que no tiemble bajo su furia invisible, ni soldado que no sienta el estremecimiento recorriéndole la espalda como un látigo de fuego.
Las llamas no arden en las murallas todavía, pero los hombres las ven, las sienten en el aire como si la ceniza ya les cubriera la lengua y les secara la boca, y todos giran los ojos hacia mí, algunos con miedo, otros con deseo, otros con un odio que esconde su impotencia, y todos, absolutamente todos, saben que lo que acabo de hacer ha cambiado el rumbo de esta guerra aunque aún no comprendan cómo.
—Fue ella —susurra uno, señalándome con un dedo tembloroso, como si el simple gest