134. El beso que condena.
La penumbra de la sala vacía se adhiere a mi piel como un velo húmedo, el aire está impregnado de la fragancia metálica de las armas escondidas en las paredes y del incienso que aún arde en un rincón, dejando un humo perezoso que sube en espirales torcidas, como si supiera que aquí no habrá plegarias inocentes, solo pactos sellados con el filo de la lengua y la temperatura del cuerpo. Lo siento antes de verlo, el espía ya está aquí, aguardando en silencio, como un depredador que disfruta del momento en que la presa, aún sin verlo, ya percibe su sombra.
—Llegaste tarde —su voz se desliza desde la penumbra, grave y ronca, con un timbre que parece tallado en madera quemada—. O quizá yo me adelanté.
Mis labios se curvan en una sonrisa que no llega a mis ojos, un gesto que disfraza la tensión que se arremolina bajo mis costillas. Me acerco un paso, los tacones repican suavemente sobre el suelo de piedra, un eco íntimo que revela lo inevitable de este encuentro.
—Los que esperan suelen ser