133. Fuego en las venas.
Despierto con un sobresalto, y la primera sensación que me asalta no es el frío de la piedra húmeda ni el susurro apagado de las antorchas en el pasillo, sino el ardor en mi piel, justo en la curva del cuello, allí donde la respiración se acelera cuando alguien se atreve a rozarme con labios hambrientos. No hay nadie a mi lado, la cama está vacía y tibia solo por mi propio cuerpo, pero el beso permanece como un tatuaje invisible que late más fuerte que mi propio pulso.
Me llevo la mano al cuello, cierro los ojos y lo siento de nuevo: húmedo, voraz, un beso que nunca ocurrió en esta habitación y, sin embargo, lo saboreo como si hubiera sido arrancado de mí en medio de un delirio carnal.
—No… —susurro, temblando—. No puede ser él…
La figura del campeón, el enemigo, el hombre que me ha reclamado frente a todos, se enciende en mi memoria como una llama que no logro apagar. Lo veo inclinarse hacia mí, lo siento soplar sobre mi piel, y sé que aunque no haya cruzado el umbral de mis aposento