128. La herida que arde.

El aire nocturno se quiebra en un instante, como si el mismo cielo hubiera decidido desgarrarse sobre nosotros; primero un estruendo seco, un crujido que no sé si nace de la tierra o de mi propio pecho, y enseguida las llamas, las flechas encendidas cayendo como estrellas malditas sobre el campamento, iluminando rostros dormidos que despiertan en gritos, cuerpos que corren, que tropiezan, que sangran sin siquiera entender qué los atraviesa. Yo me levanto de golpe, el corazón al galope, el vestido aún pegado a mi piel por el sudor de sueños que no alcanzaron a disolverse, y siento que la guerra me arranca de la fantasía y me arroja sin aviso a la crudeza de la muerte.

—¡Névara, corre! —me grita Kael, uno de los míos, el más leal, sus ojos encendidos por el reflejo del fuego, mientras con el brazo desnudo me aparta de una estaca que se derrumba ardiendo a mis espaldas.

Lo miro, y en un segundo que dura demasiado pienso que si debo sobrevivir será porque él me cubre con su fuerza, porque
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