120. Cadenas invisibles.

No sé en qué momento el sueño se convirtió en prisión, ni cuándo el murmullo de la noche se volvió un eco ajeno, como si alguien hubiera tomado mi respiración y la hubiera transformado en un cántico hipnótico que me arrastraba, paso a paso, hacia un lugar donde ya no soy dueña de mi cuerpo. No hay muros, no hay techo, solo una penumbra ondulante que se contrae y respira como si estuviera viva, y en el centro de esa penumbra me descubro desnuda de todo, salvo de la certeza de que alguien me observa, alguien me aguarda con paciencia venenosa, alguien que sabe que el miedo puede ser una cadena tan fuerte como el deseo.

Las cadenas no aparecen de golpe, son hilos primero, hilos finísimos que rozan mis muñecas y mis tobillos como si fueran hebras de seda, acariciándome con la suavidad de un amante invisible, pero a cada roce siento que se endurecen, que se anudan, que empiezan a dictar el ritmo de mis movimientos hasta que no puedo más que rendirme al vaivén que ellos marcan. Mis pechos se
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