11. Hielo bajo la piel.
Me quedo temblando, pero no de miedo; es un estremecimiento que nace de adentro, del pulso acelerado por la certeza de haber sostenido las riendas aunque fuera solo por un instante, de haber sentido en mis manos el peso del poder que no me roban ni con dientes ni con cadenas. Todavía puedo sentirlo latiendo bajo mi piel, mezclado con el calor pegajoso que me deja exhausta, como si el placer y el cansancio fueran la misma materia, pesada y dulce a la vez.
Y entonces, sin un golpe de puerta ni un roce de pasos, llega él. Derek.
No entiendo cómo logra colarse en la estancia sin que el aire tiemble, cómo atraviesa la penumbra como un suspiro que se filtra entre el humo de una vela a punto de extinguirse. Cuando levanto apenas la mirada, ya está ahí, detenido a unos pasos, observándome con una quietud que no es indiferencia, sino una especie de prudencia que no le conocía.
—Te escuché —dice, su voz suave, sin filo ni juicio, como si esas palabras no fueran un reproche sino una constatación