Cap. 65 No me voy a divorciar de ti, Augusto
Más tarde, esa noche, caminé hacia mi casa como un hombre muerto que aún no lo sabía. Cruzaba el umbral con la esperanza vana de una normalidad que ya había dinamitado horas antes.
Iba mentalmente preparado, como tantas veces últimamente, para esquivar la mirada de Isabella, para darle una excusa vaga sobre mi tardanza, para fingir que el mundo no se estaba desmoronando.
Últimamente, ella estaba más pendiente de mí. Me preguntaba por mi día, por mis cenas, con una intensidad silenciosa que, lejos de reconfortarme, me irritaba. Esa atención me hacía sentir culpable, me recordaba constantemente la farsa que estaba viviendo.
Cuando entré en la sala de estar, la encontré allí. Isabella. Pero no era la Isabella relajada de la noche, con su bata de seda y un libro en la mano. Esta Isabella estaba sentada erguida en el sillón. Llevaba un discreto vestido negro, tan elegante como siempre, pero era ropa de calle, no un pijama.
Su rostro estaba maquillado con una naturalidad impecable, pero y