Cap. 4 ¿Qué hacemos?

El piloto salió de la cabina, su rostro era una máscara de pánico. Miró a Luther con desesperación.

—¡Señor, hay gente armada en la pista! Tenemos que bajar del avión, ¡estamos rodeados!

Alba se puso de pie de un salto, soltando el cinturón de seguridad.

—¡No! —gritó—. Ábrete paso como sea, no podemos dejar que nos atrapen.

Luther, que era piloto, no por nada se había comprado un jet, tomó el control de inmediato. Entró en la cabina y evaluó la situación con una mirada fría. Alba, que había aprendido mucho de su hermano, observaba todo aterrada.

—¿Qué hacemos? —preguntó, mirando la hilera de autos que bloqueaban la pista.

Luther tomó una decisión.

—Bueno, hasta donde lleguemos. Si no podemos despegar, al menos nos alejaremos lo suficiente para salir del avión y escapar por donde sea.

Sin vacilar, Luther comenzó a maniobrar la aeronave, intentando escurrirla entre los autos, buscando que las llantas encajaran en los escasos espacios disponibles. Sin embargo, sin que pudieran evitarlo, uno de los vehículos retrocedió, provocando un impacto brutal en el tren de aterrizaje izquierdo. Un chirrido metálico, desgarrador, llenó el aire, seguido de una sacudida violenta. El avión se inclinó, inestable, y perdió toda posibilidad de avanzar.

Alba gruñó de indignación y se dirigió a la parte trasera. El piloto, pobre hombre, temblaba en un rincón.

—Señora, esta gente es peligrosa —balbuceó—. ¿Qué hacemos?

Ella lo miró con recelo.

—¡No se te ocurra abrir esa puerta! —ordenó, pero fue inútil.

De repente, el avión se tambaleó de nuevo. Más autos se habían interpuesto, bloqueando por completo los trenes de aterrizaje. Fue entonces cuando el pánico se apoderó por completo del piloto, quien, en un acto de sumisión, corrió hacia la puerta principal.

—¡No! ¡No te atrevas! ¡No la abras! —gritó Alba, pero ya era demasiado tarde. El siseo de la despresurización y el golpe seco de la puerta al abrirse cortaron cualquier esperanza.

—¡Luther! —chilló Alba—. ¡Estamos en problemas!

Una sombra comenzó a ascender por la escalera que ahora estaba acoplada al avión. Lenta, deliberadamente, como si el mismísimo tiempo se doblegara a su voluntad. Una figura alta y de físico formidable se recortó en el marco de la puerta, un titán enfurecido que dominaba el espacio con su sola presencia.

Lucius Ottum había entrado en el avión. Sus ojos, fríos como el acero, escanearon el interior con la calma letal de un depredador que finalmente tiene a su presa acorralada.

Alba retrocedió, sus ojos clavados en Lucius con un horror paralizante. Cada paso que él daba hacia adelante era un clavo en su ataúd, una sentencia de muerte para su libertad. Luther, al ver la escena, forcejeó con todas sus fuerzas para intentar detenerlo, pero uno de los guardaespaldas lo inmovilizó contra la pared con brutal eficiencia.

—Vaya, vaya... Mira a quién tenemos aquí —dijo Lucius con una sonrisa que no llegaba a sus ojos, una expresión gélida que hizo que el cuerpo de Alba se helara por completo.

—¡No te acerques, Lucius! —gritó ella, alzando una mano temblorosa como si fuera un arma.

—¡No te acerques! Te lo juro, soy capaz de matarte aquí mismo.

Lucius soltó una carcajada seca y cortante, un sonido que no contenía ni un ápice de humor.

—Jaja... Claro. Como si un fantasma pudiera matarme —su voz bajó a un susurro peligroso

—Dime, ¿o debería decir... ordeñar? Ahora vas a venir conmigo y me vas a explicar muy bien qué has estado haciendo todo este tiempo, mi pequeña sinvergüenza.

En dos zancadas largas, cerró la distancia entre ellos. Alba lanzó un grito agudo, pero fue inútil. Él se inclinó y, con un movimiento fluido y poderoso, la alzó sobre su hombro como si no pesara más que un fardo de ropa.

—Nos retiramos —anunció con una voz de mando que no admitía réplica, mientras sus hombres arrastraban a un Luther que luchaba en vano.

—¡No te atrevas, Lucius! ¡Déjame ir! ¡No tengo por qué volver contigo, déjame en paz! —gritaba Alba, golpeando su espalda con los puños cerrados, sus patadas sin fuerza en el aire.

Él ignoró sus súplicas y continuó caminando con una calma aterradora.

—Claro que te irás... cuando me expliques exactamente qué estabas haciendo conmigo en ese hotel de mala muerte. Ahora me vas a aclarar todo.

Mientras Lucius la cargaba a través de la sala VIP, Alba, desde su incómoda posición sobre su hombro, vio con horror cómo Mayra era inmovilizada por dos guardias que le presionaban la espalda contra el suelo. Junto a ella, los guardaespaldas que habían ido a apoyarlas yacían reducidos. La escena era un despliegue calculado de poder y humillación.

Lucius se detuvo un momento, su mirada se posó en Mayra con una burla fría.

—Mayra, ni se te ocurra denunciar esto —dijo, su voz, un filo de acero.

—No creas que no sé lo que hiciste en esa época. Ya me ha quedado claro que todo este plan fue orquestado por ti —hizo una pausa, dejando que el peso de sus palabras aplastara cualquier atisbo de esperanza.

—No vaya a ser que, por ser cómplice, pierdas toda tu carrera y lo pierdas todo. Así que... silencio.

La amenaza era clara y directa. Mayra, con el rostro contra el frío suelo, apretaba los dientes con una furia impotente. Ese hombre no solo tenía el poder físico, sino la información para destruirla. Ella, en su deseo de ayudar a Alba, había traspasado líneas: había falsificado datos, creado identidades... cosas que podían arruinar para siempre su reputación y su vida. Un debate feroz la desgarraba por dentro: su reputación y carrera, contra la lealtad y la amistad inquebrantable que le debía a Alba.

Mientras Lucius salía con su botín humano Alba sobre el hombro y Luther siendo arrastrado tras ellos, Mayra se quedó con la amarga semilla del miedo y la indecisión plantada en lo más profundo de su ser.

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