Aquella promesa que un día le susurraron al oído seguía dándole vueltas en la cabeza. Pero ahora, el anillo que simbolizaba ese amor brillaba en la mano de Mariana.
Clara seguía mirando la pantalla, inmóvil. Las lágrimas le corrían por la cara sin que siquiera lo notara.
—¿Señorita, está bien? —preguntó una de las chicas.
Al verla tan pálida y empapada, le ofreció un pañuelo. Pero apenas la reconocieron, se quedaron mudas.
—¿No eres la esposa del presidente del Grupo Castro?
Clara tomó el pañuelo con una leve sonrisa.
—Gracias... pero ya no lo soy —dijo con una voz tranquila, apagada.
Hizo una pausa. Luego añadió, sin mirar a nadie:
—Eso del amor eterno suena bonito. Pero el final siempre es el mismo.
Se alejó tambaleándose, sin volver la vista. Las dos jovenes la siguieron con la mirada en silencio, hasta que su silueta se perdió entre la bruma de la tarde.
Al llegar a casa, Clara tenía fiebre. Sentía el cuerpo pesado, como si arrastrara encima todos los días que ya no volverían.
Se dejó caer en el sofá, cerró los ojos y se durmió.
En sueños, volvió al otoño en que tenía diecisiete. El colegio se llenaba de hojas de arce. Ese día llegó tarde por primera vez y justo al entrar se topó con Lucas, que estaba en la puerta anotando a los alumnos retrasados.
Era apenas un adolescente, flaco, con el rostro sereno y los ojos claros.
—Clara... Es un nombre lindo —le dijo al ver lo que escribía.
Ella bajó la mirada, roja como las hojas que alfombraban el patio.
La fiebre subió en plena madrugada. Clara sudaba y respiraba con dificultad. Entre el delirio, sintió que alguien la alzaba con cuidado y le pasaba un paño húmedo por la frente.
—¿Lucas...? —susurró.
—Estoy aquí —contestó una voz joven, dulce, como de otro tiempo.
Clara abrió los ojos de golpe, pero lo único que encontró fue la sala envuelta en penumbra. No había nadie, solo silencio.
Clara se quedó quieta por un largo rato.
Luego volvió a cerrar los ojos y lloró en silencio, con la cara hundida en el cojín.
Durante los tres días siguientes, no volvió a ver a Lucas.
No respondía mensajes, no contestaba llamadas. Incluso le bloqueó las tarjetas de crédito.
El tiempo seguía corriendo. Solo le quedaban dos días.
Sin otra opción, decidió contactar a su asistente.
Pero esta vez, la voz al otro lado de la línea sonó fría, cortante:
—Señorita, si quiere saber del señor Castro, pregúntele a la señorita Lara. Él ha estado con ella todo este tiempo.
Y colgó sin darle tiempo a decir nada.
Clara se quedó mirando el celular en silencio.
La humillación le subió por el pecho como un fuego lento.
Esa respuesta no era solo grosera. Era la prueba de que Lucas ya no la defendía ante nadie.
Justo en ese momento, llegó un mensaje de Mariana:
"El asistente me contó todo. Das pena. Ni siquiera puedes verle la cara."
Le siguieron varias fotos.
En todas, Mariana aparecía abrazada a Lucas, los dos sonriendo, en distintos rincones de una habitación que Clara reconoció al instante.
"Voy a ser directa: Lucas me trajo a Lumora. Mañana va a cumplir su promesa y pedirme matrimonio. ¿Quieres venir a mirar? Ah, cierto, no tienes con qué. Pero tranquila, por los viejos tiempos, te paso algo para el pasaje."
Minutos después, Clara recibió una transferencia de mil dólares.
La misma joven que alguna vez no tenía ni para comer, ahora usaba el dinero de Lucas para pisotearla.
Clara soltó una risa amarga y después, se le vinieron las lágrimas.
No lo pensó mucho. Con el poco orgullo que le quedaba, reservó un vuelo a Lumora.
El viaje fue largo. Más de un día entero en escalas y traslados.
Cuando por fin llegó al castillo, ya era la tarde del último día.
Le quedaban solo unas horas antes de desaparecer para siempre.