Detrás del mayordomo se alineaban más de una docena de hombres robustos, con cara de pocos amigos.
Mariana lo entendió de inmediato: escapar por la fuerza era imposible. Sin otra salida, bajó la mirada y regresó a su habitación, aunque por dentro ya planeaba huir por la ventana durante la madrugada.
Las horas se arrastraban lentas, como si el tiempo mismo se burlara de ella.
Mariana no podía estarse quieta. Caminaba en círculos, se mordía las uñas, revisaba el reloj cada cinco minutos.
Una parte de ella rogaba que llegara la noche de una vez.
La otra, temblaba solo de pensar que Lucas regresara antes de que pudiera escapar.
Alrededor de las tres de la mañana, se acercó a la puerta. Escuchó con atención. Silencio total.
Era su momento.
Con manos temblorosas, anudó varias sábanas entre sí y las colgó por la ventana.
Estaba en el segundo piso. La cuerda apenas rozaba el suelo, pero no había otra opción.
Se deslizó por la tela como pudo y cayó al piso con un golpe seco.
El dolor le recorri