En la habitación de lujo, los sollozos de una mujer rompían el silencio. Lloraba sin consuelo, con los hombros sacudiéndose en cada ruego entrecortado.
Pero nada de eso detenía al hombre encima de ella. Al contrario, parecía empujar con más rabia, como si estuviera desquitándose con su cuerpo.
No fue hasta que Lucas soltó un gruñido seco que la mujer dejó de moverse. El aire quedó denso, cargado solo con sus respiraciones agitadas.
Marina se apartó, todavía con la piel ardiendo, y le dio un empujoncito en el hombro.
—¡Eres un salvaje! —dijo entre risas suaves y una queja burlona—. Por poco me dejas sin aire.
Lucas le respondió con un beso lento en el cuello, arrastrando una sonrisa perezosa.
—Fuiste tú la que empezó, ¿o ya se te olvidó?
—¡Siempre me echas la culpa! —rio ella, escondiendo el rostro en la almohada.
Lucas la miró un momento, el deseo aún brillándole en los ojos. Estaba por volver a tocarla cuando una campanada retumbó en el aire: Grave y espesa.
Le cayó encima como un pe