La primera vez que Matías volvió a buscarme, ya no fue como antes. No hubo flores, ni promesas, ni siquiera un intento de conversación. Solo un mensaje en mi teléfono, breve, casi frío: “¿Puedo ir?”
Me quedé mirando la pantalla, con los dedos temblando sobre el cristal. Sentí que el corazón me golpeaba las costillas como si quisiera escapar. No era una invitación a hablar, lo sabía. Era algo más simple, más oscuro. Y aun así, respondí con un “sí” que me supo a derrota. Ese sí no era una respuesta, era una entrega, un abandono de lo poco que me quedaba de dignidad.Cuando llegó, el sonido de sus pasos por el pasillo me hizo contener la respiración. Abrí la puerta y ahí estaba: Matías, con esa misma presencia que siempre me desarmaba, pero con una mirada distinta, cargada de urgencia. No me dio tiempo a nada. Apenas crucé el umbral, me sujetó del rostro y me besó como si llevara siglos aguantándose.Su boca sabía a café y a prisa. Sus manos eran fuertes, impacientes, como